Abkazir,
Calle de los Alfareros,
Sector del Canal Mayor,
El grito llegó como una vasija quebrada, repetido, deformado y vivo. Los hornos respiraban rojo y los patios exhalaban arcilla húmeda; en las azoteas, cuerdas de cántaros sudaban agua en cuentas oscuras. Un mozalbete corrió entre pilas de barro con un pergamino en alto. Al pasar, dejó en el aire un hilo de pánico y polvo.
—¡Carta del halcón! ¡Firma de Kharu!—vociferó, orgulloso de ser eco.
Los viejos que amasan la panza de las tinajas dejaron las manos suspendidas como alas cansadas. Las mujeres apartaron a los niños de la orilla del canal. Dos pescadores clavaron los remos en el suelo, estacas improvisadas. El pergamino entró en el taller de Tajet, la que dibuja espirales sin mirar; salió con los bordes grasos de aceite de lámpara; siguió hasta el Patio del Humo, donde un pregonero le puso voz de sentencia. “Por la balanza de Maat, en humo y ofrenda…” Las sílabas cayeron en los oídos como ceniza caliente.
—Dice que se cierre el Canal Mayor —repitió alguien, por tercera vez—. Dice que la Phaeron roba primicias.
Un murmullo áspero vibró contra las paredes. Los cántaros a medio sol miraron con bocas abiertas hacia la calle.
El canal mayor era la columna de agua que atravesaba Abkazir de un extremo al otro, el cauce principal por donde se movían las barcas de grano, aceite y sal desde los graneros altos hasta el puerto y los templos. No era solo una obra de ingeniería, era también una línea de control político y fiscal, porque toda carga importante debía pasar por sus peajes, recibir sello y tara, y quedar registrada en libros que luego miraban tanto el Tesoro como el sacerdocio. A sus orillas se alineaban muelles, almacenes y puestos de recaudadores, y cada ventana de paso se marcaba con campanas y gongs para ordenar el flujo de barcas, de modo que quien dominaba el canal mayor no solo gobernaba el tráfico del agua, sino el ritmo mismo del pan y de las ofrendas en la ciudad. Que se bloqueara aquello era como apretar el cuello de Abkazir entera, porque en pocas jornadas los graneros quedarían aislados, los mercados secos, las patrullas sin ración y los templos sin primicias, y cualquier disputa entre corona y altar se volvería de inmediato una pelea por quién dejaba pasar la siguiente barca cargada. Lo que nadie sabía era que alguien le estaba tendiendo una trampa calculada a Kharu/Hugo, mucho peor, lo que nadie sospechaba era que esa trampa no iba a armarse en un salón de consejo, sino en las mismas listas del canal mayor, en las tablillas de peaje donde bastaba torcer una coma o añadir un sello dudoso para hacer parecer que el consejero había desviado barcas enteras hacia la corona y dejado al altar mirando agua vacía. Mientras él defendía en público el Peaje Único como garantía de pan, otros medían en secreto los pasos de las barcas, preparaban interrupciones fingidas, pequeñas congestiones en puntos clave y remisiones adulteradas, de forma que el primer día en que fallara el flujo, el dedo acusador pudiera señalarlo a él y a la Phaeron, como si hubieran estrangulado a propósito el canal mayor para robarle a los dioses su río de ofrendas.
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Abkazir.
Terraza del Palacio Supherti,
Cornisa Este,
Sahruk miró desde la altura la marea hinchándose. El cuero del peto le rozó el cuello con un roce ya conocido; el sol, bajando, le barnizaba los párpados de cobre. Los ojos buscaron la geometría del peligro: seis corrillos, tres remos en alto, dos banderolas de oficio, un pregonero subido a una pila de ladrillos crudos. La Puerta Sur respiraba como un pulmón agitado.
—Si esperan en la Puerta Sur, esperan tu guardia —dijo sin apartar la vista—. Te quieren en el centro del incendio.
Hugo llegó con el pergamino ya copiado por Pamenes. Tenía el color de quien no durmió y la postura de quien no quiere sentarse. No tocó la cera al principio; olfateó. Un gesto mínimo dilató las aletas de la nariz, y el ceño se le marcó como una tilde.
—Resina —dijo, apenas audible—. No es la mezcla de la Casa de la Corona.
Pamenes dejó la tablilla, indiferente a la altura y al viento.
—No es tu voz. Es su eco.
Hugo leyó. La firma era su nombre escrito como un espejo domesticado. Las frases bailaban con incienso: “por la balanza de Maat, en humo y ofrenda…”, “dos codos y una pluma como tasa”. En la comisura, un músculo le tembló y se sostuvo.
—Yo no digo “por la balanza” —murmuró—. Digo “por el sello y el grano”. Y nunca mediría un peaje con plumas.
—Te escriben al modo antiguo para que parezcas sagrado —observó Pamenes—. Y te firman con tinta que huele a altar para que parezca justicia.
Sahruk señaló la curva de gente, una garganta que se formaba sola entre dos talleres.
—Quieren que bajes. Quieren tu sombra en la Puerta Sur. Si apareces, arde. Si no, también.
Hugo se mojó las yemas con saliva, tocó el margen y lo sostuvo ante la luz. La fibra dejó ver un tejido fino, una lluvia paralela que cruzaba el pergamino como un susurro.
—Lino en la pasta —dijo—. Pesado para una carta callejera. Esto lo paga alguien que está acostumbrado a pagar silencio.
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Patio de Copistas,
Sala de la Llama Baja, Sector de Oficios
Pamenes ya había encendido la lámpara de humo. Sostuvo el pergamino sobre la llama, no para quemarlo, sino para verlo sudar. Las letras no se corrieron. Los bordes se curvaron apenas, como pestañas.
—Tramo de ductus —dictó—. Mira la curva larga de la beta: tiembla en el segundo pulso. Cantaron mientras escribían. Y aquí, los tres puntos en triángulo, casi invisibles, antes del trazo final. Escuela Azul.
—Hekama —dijo Hugo, con la palabra en la boca como una piedra fría.