El Siervo de los Faroles/vol I: Abkazir

Capítulo 16: El día de los Vendedores de Sal

Abkazir,
Mercado del Muelle,
En el Andén de las Cuerdas,
Sector del Canal Mayor

El sol pegaba con un zarpazo limpio y la sal crujía bajo los pies como nieve mal barrida. Las velas de los toldos dejaban cuadrados de sombra que no alcanzaban para todos; en la frontera de cada sombra se amontonaba la paciencia. Los conos blancos, apilados como torres de un juego antiguo, tenían cuchillo en la cifra. El precio no subía: cortaba.

—Con esta moneda me llevaba dos —dijo una mujer de mirada cansada y pelo recogido con un cordel—. No hace ni dos lunas.

El mercader, dientes teñidos y dedos como garras de cangrejo, hizo desaparecer el cobre con una práctica de prestidigitador.

—Hoy es mitad —sonrió sin que hubiera alegría—. Orden del Tesoro. Mira la tablilla.

La tablilla colgaba de una cuerda engrasada. La tinta aún brillaba. Un pregonero con voz de pozo repetía cada cinco minutos la misma letanía, clavando las sílabas en tres lugares del mercado, siempre los mismos. En cada repetición, un viejo de túnica de contable marcaba el compás con el pulgar, sin mirar a nadie. A su lado, un chico de brazos flacos aprendía el gesto.

Hugo/Kharu avanzó entre puestos como quien mide el pulso de enfermo que no sabe que lo es. Las ropas le olían a canal y a sol de tejado. Iba sin escolta. La gente le dejaba paso por una cortesía antigua que no tenía nombre. Los ojos se le iban a los remos apoyados, a los montones de cántaros a medio secar, a los cuellos tensos que miraban de reojo las tablillas nuevas. Había respiraciones cortas en los que compraban; había resuellos contados en los que vendían. Había miedo con coreografía.

—No es carestía —se dijo, y el pensamiento fue un nudo que apretó dos veces—. Es danza prestada.

Una barca llegó tardía. Traía el remo aún húmedo de mar, boteando sobre la madera gris del muelle. El patrón no saltó: se quedó un momento sentado, con la palma en el timón, como si temiera que alguien le cambiara el agua por otra. Dos muchachos subieron los sacos de sal con un cuidado ceremonial, como quien sube ofrendas. En la orilla, pregones grises se adelantaron con una sonrisa aceitosa:

—Requisa inminente —avisaron—. La Phaerona tomará para los suyos. Mejor vender ahora, incluso caro. Mañana será tarde.

Una anciana, manos agujereadas por el salitre, alzó la barbilla.

—La Phaeron, cuando tiene hambre, come aire —dijo—. Lo he visto.

El pregonero no respondió; volvió a la letanía. El viejo de la túnica movió el pulgar en el aire, un, dos, tres. Era un metrónomo para la inquietud.

Hugo se detuvo frente a un puesto pequeño. El toldo hacía un triángulo roto y dejaba caer una luz oblicua sobre los conos. La vendedora, piel tostada y hombros bordados de cristales de sal, miró a Hugo como se mira a un río que trae noticias.

—Me doblaron el gravamen —dijo, arrimando el cuerpo para que el pregonero no oyera—. Dicen que es nuevo decreto. Llegó anoche con sello del halcón. Traía un cuño mellado. Yo no sé leer mellas, señor.

Hugo no tocó la tablilla. La miró de lejos, a contraluz. La cera tenía un brillo más dulce que la del palacio. Ese brillo, en Abkazir, era una confesión.

—¿Quién la colgó? —preguntó.

—Un muchacho con voz de coro —respondió—. No sudaba. Eso ya me dijo que no era mío.

Una risa seca estalló dos puestos más allá. Un mercader enseñaba los dientes con una alegría mandada.

—Nephertary prepara requisas —gritó, y el rumor saltó de hombro en hombro. Los ojos buscaron el agua como si el agua pudiera negarlo.

Hugo alzó la vista. En la línea que hacía el Canal Mayor, la luz raspaba el espejo y volvía en astillas. Allí, los remos parecían peines sobre una cabellera inmensa. Los barqueros se miraban entre sí y nadie daba la primera palada. Sahruk apareció desde el extremo del muelle, capa gastada y manos negras de brea, y se paró junto al poste que marcaba los atraques.

—Capitán —dijo Hugo, sin girarse—. Oigo miedo con partitura.

—Yo lo huelo —respondió Sahruk—. Le echaron mirra a la tinta. A esta gente le gusta pensar que la cosa sagrada huele bien. Si el olor guía, la cabeza deja de contar.

—Están clavando tablillas como anzuelos —Hugo señaló a un niño que imitaba al contable del pulgar—. Van a arrastrarnos hacia una resolución con los peores testigos: los precios.

Sahruk se acomodó el cinturón con un gesto que conocía el peso de la espada y el de un saco de sal.

—Quieren que la guardia rompa sacos —dijo—. Quieren tu nombre mojado. Quieren mi mano en la balanza, para decir que la balanza pesa por orden.

Hugo aspiró hondo. La sal le raspó la garganta con un gusto a verdad.

—No les daré fuerza —murmuró—. Les daré medidas.

Una niña de trenzas finas se acercó con una moneda prendida entre dos dedos, como quien sujeta un pez pequeño que aún tiembla.

—¿Cuánta sal compro con esto si no mientes? —preguntó, seria.

El mercader de dientes teñidos se inclinó con afecto aprendido.

—La mitad, mi niña —dijo—. Hoy todo es mitad.

Hugo le sostuvo la mirada al mercader hasta que la sonrisa se le cansó.

—Con eso compras lo que comprabas —dijo al fin—. Si te venden mitad, me traes el nombre y yo te devuelvo la otra mitad con un sello que no se mella.

La niña miró la moneda como si fuera nueva. La madre, detrás, apretó el labio y no agradeció: asintió, que era un modo más hondo.

El viejo contable dejó de marcar el compás. Se dio cuenta del silencio que había dejado, como quien descubre que llevaba horas rascándose una cicatriz ya cerrada. Bajó el pulgar y se alejó un paso. El pregonero se tragó una sílaba, la tosió, y siguió.

Hugo caminó hacia el borde del muelle. Una cuerda rozó su pantorrilla; soltó un bramido flojo, de barco con nostalgia. En la Casa de Pesas, al otro lado del mercado, una ventana alta devolvía reflejos. Pamenes estaba allí, ya la había visto: una sombra de escriba que se movía con manos limpias, cambiando matrices. De cuando en cuando, el sello del halcón golpeaba la cera con precisión de furtivañ. Y, apenas al lado, otro sello hermano —apenas mellado— repetía la ceremonia en paralelo, como un eco practicado.




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