El Siervo de los Faroles/vol I: Abkazir

Capítulo 17: La Dama del Oasis

Abkazir,
Patio de Lotos,
pórticos del ala oriental,

La noche no traía tambores ni pasos de guardia. El mármol sudaba un frío tenue. Nephertary apareció con un manto corto y sin joyas, el cabello sujeto por una cinta de hilo; caminaba como quien conoce la casa de la sombra. Pamenes cargaba un cofrecillo de barro sellado con hilo de lino; lo llevaba pegado al pecho, no por miedo a perderlo, sino por respeto a lo que contenía. Sahruk se adelantó hasta la puerta del Canal Interior y se disolvió en la penumbra como una costura en agua. Hugo, con manto de mensajero y sandalias comunes, ajustó la capucha hasta cubrirle las cejas; cuidó el peso de su respiración para que no hiciera ruido de intruso.

—No habrá cortejo —dijo Nephertary, sin girarse—. Solo nosotros.

—El agua oye mejor cuando no le hablan muchos —murmuró Pamenes, tanteando el broche del cofrecillo.

Hugo guardó la réplica. La palabra “agua” ocupaba más espacio que una sala entera, y la Phaeron la pronunciaba como un nombre propio.

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Camino de los Tamariscos,

vereda ribereña, margen sur,

El sendero era una trenza de arena y raíces. Las hojas de tamarisco colgaban como pestañas cansadas. Cada tanto, un insecto rasgaba el aire con un hilo de luz. Sahruk marcaba el paso con señales diminutas: el brillo breve de una moneda entre los dedos, dos golpes secos contra el tronco, un silbido casi adentro de los dientes. Nadie contestó. La ciudad dormía de cara al desierto. Hugo midió el silencio como mide un acta: duración, pausas, repetición. Le sonó a texto limpio, sin enmiendas. El manto le raspó el cuello; no era la incomodidad lo que le molestaba, sino reconocer que el corazón andaba desacompasado. No por miedo. Por curiosidad.

—Mi Phaeron —susurró—, si alguien nos sigue, lo hará por el olor de la resina. Está en los tamariscos.

—El río no se guía por narices —contestó Nephertary—. Va por oídos.

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En la Orilla este de la Laguna,

en lengua de arena,

La Laguna no reflejaba el cielo; parecía mirarlo. Una piel de agua quieta con ojos debajo. Nephertary se detuvo a dos pasos del borde; el manto rozó la arena y dejó dibujo de ola. Sacó del cofrecillo un plato de barro. Pan de miga apretada y sal como polvo de luna. Los dispuso con un orden antiguo, como si los dedos recordaran un mapa.

—Padre —dijo, apenas—. Mira cómo pesa la ciudad.

La voz no buscó el aire; buscó la corriente. Pamenes abrió el cofrecillo para mostrar la ofrenda y luego lo cerró con un gesto que no era de escriba, sino de acólito que termina un rito. Sahruk retrocedió un paso y dejó que las sombras le cubrieran las manos. Hugo dio dos pasos más cerca, por instinto de testigo.

Fue entonces cuando el agua respiró.

No fue oleaje. Fue una contracción leve, un pulso regulado que obedecía a la cadencia de la frase. Hugo ladeó la cabeza, igual que cuando escucha a un juez en mitad de una duda. Vio cómo las luciérnagas líquidas se reunían, no al azar, sino siguiendo un ritmo. Una serie y luego otra, separadas por silencios iguales. Una cláusula en movimiento.

—Esto no es oración —dijo en voz muy baja—. Es contrato.

Nephertary no lo miró, pero una comisura se le aflojó con un gesto de quien oye una verdad recién nacida.

—El río negocia, Kharu—dijo—. Cuando acepta, hace corredores.

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30 minutos después,

Laguna de los Faroles,

bajo espejo, borde de luz,

La orilla se volvió vértebra. Un farol prendió bajo el agua, luego otro y otro, en secuencia exacta, como si una espalda de peces despertara con disciplina. El corredor de luz se abrió hacia el centro. Nephertary se descalzó; los pies tomaron la temperatura del barro y el agua le dibujó sandalias de espuma.

—Solo se camina si te reconoce —dijo, y dio el primer paso.

Hugo avanzó, dos dedos dentro, por si acaso. La Laguna le probó la piel. Un remolino pequeño se alzó hasta su muñeca, tibio, y se cerró como pulsera. Él contuvo un sobresalto y dejó que lo cercara. Sintió la presión breve, inteligente, como un notario que toma el pulso de un documento.

—Lo está midiendo —murmuró Pamenes, sin disimular el asombro—. Mira la cadencia.

—Respira con mi frase —susurró Hugo.

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Centro de la Laguna,

plaza de faroles sumergidos,

La voz llegó sin garganta. No vibró en las orejas, sino en las costillas. Dos planos superpuestos: en Nephertary, un timbre de infancia, arrullo de patio con vasijas, una palabra que huele a casa. En Hugo, una sintaxis jurídica, limpia, sin adjetivos sobrantes.

—El forastero es puente, o cuchillo.

La frase cortó justo donde tenía que cortar. No había apelación. Nephertary inclinó la cabeza, reconocimiento sin miedo. Hugo tragó saliva con la sequedad de quien recibe un edicto que lleva su nombre sin llevarlo. La muñeca le latió bajo el anillo de agua.

—¿Y el precio? —preguntó Nephertary al río, en esa lengua resguardada que no se escribe.

La superficie crispó tres ondas perfectas, de dentro afuera, y se aplanó de nuevo. Deuda.

Hugo siguió con la vista las ondas hasta que murieron en la orilla. Pensó en fianzas, en garantías, en cargas reales sobre bienes futuros. Sintió el peso de una firma que aún no había firmado.

—No entiendo el símbolo —admitió—. Pero lo siento.

—Tres ondas —dijo Pamenes, casi temblando—. Aviso. Vinculación. Plazo. Lo vi en tablillas antiguas, pero nunca en vida.

Entonces la Laguna retiró, uno por uno, sus faroles internos. Las luces se apagaron como si alguien contara en silencio. El pasillo quedó en penumbra suave. Nephertary volvió sobre sus pasos sin mirar atrás; el agua le deshizo las sandalias de espuma como quien despide a un invitado. Hugo sostuvo la muñeca con la otra mano. La pulsera se desató sin dejar rastro, salvo un cosquilleo que le subió por el antebrazo como una nota al margen.




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