El Siervo de los Faroles/vol I: Abkazir

Capítulo 18: Murmullos de alabastro

Templo de Am-Ur,

Corredores de Alabastro,

Ala oriental y explanada de los cantores,

El día olía a yeso tibio y a mirra quemada.

El sol caía de canto sobre las vasijas lechosas; adentro latia una luz de luna diurna. Los artesanos habian colgado cuencos y ánforas como frutos pálidos. La ciudad empezaba su actividad despacio para no romper el brillo. En todo ese brillo, Nephertary avanzaba sin cortejo, solo el pulso. El vestido tomaba del alabastro su transparencia justa; no muestra, sugiere. A un paso detrás, Hugo bajo el manto de mensajero; a dos, Pamenes con un cofrecillo discreto. Sahruk no se dejaba ver, pero su sombra mide las columnas; el aire le informa.

En la explanada, los cantores del templo forman semicírculo. Flautas y crótalos. Un maestro de ceremonias sostiene el rollo de protocolo “antiguo”. Las manos parecen firmes, el labio no. Cada vez que practica la palabra “esclava”, se le eriza una comisura. La repite en silencio y saborea la sílaba, como quien prueba un triunfo antes de servirlo.

—Míralo —murmura Hugo, sin mover los labios—. Cada vez que pronuncia la palabra “esclava” le golpea el diente izquierdo.

—Ansiedad o placer —responde Pamenes—. En ambos casos, es una grieta.

En los corredores laterales, Merkhut reparte monedas con disimulo torpe. Los cantores afinan de nuevo cuando la plata cambia de mano. Junto al estrado, un escriba del Tesoro luce tablilla recién raspada. Nemtah la observa con la paciencia de quien ha visto caer puertas por su propio peso.

—Uhmm.... Es un Protocolo “recuperado” —susurra Pamenes—. Sellos frescos, doctrina vieja. O eso quieren.

Aquellas últimas palabras significaban que, el templo, estaba desempolvando un procedimiento antiguo o convenientemente inventado y presentándolo como si fuera una “tradición recuperada”, cuando en realidad solo buscaba legitimar un movimiento político nuevo con ropaje viejo. Con respecto a los “Sellos frescos”, Pamenes empezaba a darse de las matrices recién talladas, cera reciente, papeles impecables que daban apariencia de orden y modernidad; la “doctrina vieja” apuntaba a la misma idea de siempre, la supremacía del altar sobre la ciudad, el derecho divino de los sacerdotes a decidir quién nacia Phaeron, quién era puro y quién no, por encima de graneros y peajes. En otras palabras, iban a fabricar un protocolo con fecha de hoy, pero con un discurso de hace generaciones, era una especie de un rito que pareciera salir de archivos profundos cuando en verdad se armaba en talleres de sello y en despachos como el de Nemtah, usando el lenguaje del pasado para someter la ley recién ganada.

Hugo se acercó a un soporte de alabastro. La piedra exhalaba frío. Vio llegar a un hombre joven de sonrisa afilada; llevaba en la sangre de los suyos en la cara. Primo. Portaba un cuchillo en forma de diente. En su bolsa, algo pesado que no suena a metal suelto, sino a cadena envuelta.

—Ese será la mano del gesto —dice Hugo—. Collar al suelo, pie desnudo y mármol. Buscan imagen.

Nephertary no los mira.

Ajusta la pulsera en el hueso de la muñeca, respira con método. La piel del cuello brilla donde el sol no llega. Levanta apenas el mentón para oler la sala. Yeso. Mirra. Cuerpos he Intriga. La música de prueba dibuja volutas de sumisión; los crótalos simulan esposas.

—A esto le llaman Danza de la Esclava desde los abuelos de nuestros abuelos —dice Pamenes, muy bajo—. Pero nació con otro nombre. Plegaria de petición. Era una mujer hablando a los Dioses sin hacerse nada pequeña. Pidió pan y lluvia. Lo sé por una nota en una nota.

Hugo le clava la mirada, de lado.

—Dime dónde se halla esa nota.

—En la biblioteca menor, estante de tablillas de pesas. Un margen. Letra apretada. Regencia de Khes. La llamaron “paso de la Peticionaria”. La Phaeron juraba pesar igual el pan y la pena.

Hugo escuchaba y empezaba a medir el piso con la planta, como si el mármol fuera una balanza gigante. Cada paso daba un número. Cada número, un plan.

El maestro ensayaba la fórmula final con una voz que ya servia para él público. “La Esclava deposita el collar…” Los cantores abren un hueco en la melodía para el golpe del metal contra piedra. Los aprendices miraban el suelo; allí donde caiga el collar, la plaza recordará.

"No es carestía", piensa Hugo, hábito que no abandona. "Es coreografía".

Pamenes abre su cofrecillo. Dentro, tiritan objetos de alabastro: balancitas mínimas, brazos finos y cuencos del tamaño de una nuez.

—Son frágiles —dice—. Como lo que la gente entiende a la primera.

—Lo frágil se levanta con dos dedos —responde Hugo—. Y con dos dedos derriba una máscara.

El primo se acerca al maestro. Le corrige la caída del brazo, ensaya una inclinación de rodilla, sonríe hacia donde sabe que miran los notables. Tiene la sonrisa del que pisa uvas ajenas para beber mejor.

Sahruk emerge por fin, mitad sombra mitad Omenki. Deja una frase atada al aire y vuelve a irse.

—La guardia del templo se cambia en el tercer compás —dice—. Ahí caben dos minutos.

—Dámelos —pide Hugo.

Sahruk asiente una sola vez. Entiende tiempo. Entiende música.

Nephertary observa el espejo mate de una vasija. Su reflejo no es un reflejo; es una idea de sí misma. La reina baja los párpados un instante. Bajo esa piel, una pregunta crece y no exige respuesta: ¿hasta dónde? Al abrir los ojos, ya no mira objetos. Mide rostros.

—Quieren que baje —dice al fin, sin peso, sin miedo.

—Y bajarás —responde Hugo—. Pero no a obedecer.

Pamenes, entre ambos, recoge su voz como si temiera que alguien se la pise.

—La danza admite fraseo —explica—. La coreografía del templo es tarta tardía. El texto original pide un juramento. Si lo dices en el cierre, nadie podrá acusarte de faltar al rito. Podrian enojarse.




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