El Siervo de los Faroles/vol I: Abkazir

Capítulo 19: El Vizir de la Noche

Abkazir,
Palacio Supherti, Cámara de la Arena Sellada
Ala oriental,

Tres días después, el palacio empezó a tener un ritmo lento y acompasado. Las cortinas pesaban. La Cámara de Arena no tenia ventanas; sólo una clepsidra que late sin agua, con un tapete de fibras y la lámpara de la Laguna cubierta con paño oscuro. La Phaeron esperaba de pie. No llevaba corona ni brazales, sólo la trenza alta y los pies firmes en el suelo. Aquel día, Hugo había recibido un mensaje de un enviado, específicamente del Salón de Basalto, justo cuando estaba atendiendo temas administrativos con Pamenes; el mensaje había sido repentino, y algo que lo había extrañado, pero atendió al llamado. ¿Que otra opción le quedaba? Entro con el manto de mensajero plegado en el antebrazo, la mirada recién lavada; traia sueño sin usar. Pero supo mantenerse firme.

Nephertary no se alargo en ceremonias.

Se acerco lo suficiente como para que la voz no rebote en la piedra.

—Cuando el templo duerme, la ciudad piensa. Cuando la nobleza brinda, el pueblo negocia. Quiero ojos cuando otros cierren los suyos —le dice—. No para espiar sus camas. Para cuidar sus pesos.

Hugo escucha sin moverse. Se concede el lujo de un silencio largo, el que usa cuando lee cláusulas peligrosas. La lámpara, bajo el paño, parece un animal que respira.

—¿Me pide mi Phaeron, que sea puente en la oscuridad? —Inquiere, al fin

— Así es, Kharu. Quiero que seas el puente que nadie aplaude si no cae. El puente que no figura en la pintura del día. ¿Aceptarás?

— Lo acepto. Pero con dos cosas que no pesan en oro: una firma y un silencio.

La Phaeron inclina apenas el mentón, señal de que aceptaba aquello. Sin embargo, en el fondo sabía que necesitaba a Kharu para asuntos de más peso, y que tendría que ir soltándolos poco a poco, como quien prueba la resistencia de un puente nuevo con cargas crecientes. Había cosas que Sahruk no podía hacer sin levantar acero ni sospechas, cosas que Pamenes no podía firmar sin convertirlas en escándalo de archivo, cosas que ningún sacerdote aceptaría siquiera escuchar sin envolverlas en canto. Kharu, en cambio, tenía la exacta mezcla de forastero y hombre ya atado a la ciudad: conocía el lenguaje de las cláusulas, sabía leer el miedo en la respiración ajena, y había demostrado que podía plantarse frente al templo sin vestir hábito ni pedir púlpito. Nephertary entendía que los días por venir no se ganarían solo con edictos claros al sol, sino con decisiones tomadas en corredores angostos, donde el error no se tapa con incienso sino con responsabilidad. Para eso lo quería: para enviarlo donde ella no podía ir sin corona, para que pesara hombres y rutas antes de que se volvieran golpe de Estado o hambruna, para que fuese el primer filtro entre su nombre y la noche. Y mientras lo escuchaba pedir firma y silencio, pensó, sin decirlo, que si él no aprendía a caminar en ese filo, nadie más en Abkazir podría hacerlo sin romper la ciudad por la mitad.

—Firma tendrás, Kharu. Silencio… —miro la clepsidra vacía—. El tuyo y el mío. No habrá pregón. El nombre vivirá en corredor angosto. Si mueres, nadie sabrá qué oficio se quedó vacío; si vences, creerán que fue suerte o justicia sin manos.

Hugo mueve el pulgar contra el índice, gesto viejo, de alguien contando riesgos que no se compran. Piensa en su mesa con la sombra de la balanza, en el juramento de agua, en la frase del Oráculo mordiéndole la nuca. El forastero epuede ser puente, o cuchillo. No lo repite; lo mastica.

—Quiero un trazo vuestro que me amure a la ley —dice—. Un sello que no adore dioses ni obediencias viejas. Si me pides noche, me das límites. Puedo andar sin antorcha, no sin linderos.

—Caminarás con tres linderos —responde ella, sin consultar tablilla—: no tocarás niño ni pan ni agua. Todo lo demás podrás tocarlo si pesa mal. Y si alguna vez dudas, pararás. Prefiero un culpable suelto a una medida rota.

Hugo suelta el aire como quien acepta una tasa honesta. La mira con atención de escriba que quiere recordar cada sílaba.

—Me pide que haga fuerza sin telón. Está bien. No quiero carroza. No quiero sello en mi puerta. Dele el nombre a la sombra, no a mi cara. Pero cuando yo diga “conste”, que conste.

Con aquellas últimas expresiones Kharu/Hugo daba el marco verdadero de su obediencia: aceptaba ser herramienta invisible, renunciar a carroza, sello y gloria, pero no a la huella escrita de lo que hiciera en nombre de la reina. Para él, “conste” no era una palabra de trámite, era la tabla que impedía que lo empujaran al río cuando ya no resultara útil. Si iba a moverse en la noche, entre favores, confesiones arrancadas y rutas torcidas, necesitaba una línea mínima de salvamento: que cada vez que ese término saliera de su boca, alguien lo fijara en una tablilla, en un registro, en la memoria de Pamenes o de la propia Nephertary. No pedía aplauso ni monumento, pedía trazabilidad. Que el poder no pudiera usarlo para ensuciarse las manos y luego fingir que nunca le dio orden alguna. Con ese “que conste” reclamaba el derecho a no ser sólo cuchillo, sino también testigo de su propio filo; y ponía a la Phaeron ante un compromiso silencioso: si lo quería como puente en la oscuridad, debía aceptar que cada paso suyo dejara marca en la arena, por si algún día había que demostrar quién le pidió cruzar y hacia qué orilla.

Nephertary se acerca a la lámpara cubierta. Levanta un borde del paño y deja pasar una hebra de luz azul. Su rostro se vuelve agua firme.

—No te debo promesas dulces. Te debo verdad —dice—. Si fallas, caeré contigo. Si aciertas, dirán que el pueblo lo logró. Me gusta así.

Se permite entonces un silencio que no pesa. Mira a Kharu como se mira una piedra antes de ponerla sobre un puente. Con cálculo y con una pizca de fe que no confiesa.

—Habla —le pide—. Dime qué te asusta. Quiero escuchar tu miedo antes que tu valor.




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