El Siervo de los Faroles/vol I: Abkazir

Capítulo 26: Balanza en las manos

Abkazir,
Sala de los Pesos,
cinco días después del Espejo del Cocodrilo,
segunda hora de la mañana

La Sala de los Pesos no era el recinto más grande de Abkazir, pero sí uno de los más temidos por quienes vivían de sumar y restar. No tenía columnas majestuosas ni frescos con dioses en batalla. Tenía piedra lisa, paredes sin adornos y, en el centro, dos balanzas. Fue así que, aquella mañana, cuando los portones se abrieron hacia el patio interior, lo que impresionó al público, no fueron los techos ni los muros, sino la disposición exacta de los objetos: a la derecha, la balanza de comercio, con sus platillos de bronce opaco, el fiel de hierro y las pesas ordenadas por tamaño, todas marcadas con la serpiente real; a la izquierda, la balanza ritual, algo más alta, con plumas de amatista colgando de la barra central y pequeñas incrustaciones de piedra en los brazos. Ésta, explicaba siempre Pamenes a quien preguntara, se usaba sólo en juramentos solemnes, cuando se pesaban ofrendas frente a los dioses para verificar que lo prometido correspondía a lo entregado. No tanto por necesidad práctica, sino porque el pueblo necesitaba ver, con los ojos, que hasta los dioses aceptaban el peso. En el suelo, líneas pintadas a cal marcaban un recorrido simple y brutal. Empezaban junto a la puerta lateral de la bodega, donde se apilaban sacos de grano trazados con carbón y sellados con cuños de barro, seguían hasta la balanza de comercio y terminaban frente a un atril bajo: allí se colocaban las tablillas. A ese recorrido lo llamaban el “camino del grano”: un recordatorio visual de que, en Abkazir, nada debía perderse entre el saco, el peso y el registro. Fue entonces cuando muchos de los presentes comprendieron que ese día no se juzgarían ideas, sino trayectos concretos: de dónde salió cada puñado, qué pesó, quién lo anotó.

Nephertary se sentó bajo un dosel que, en otro contexto, habría parecido pobre. No había oro visible, sólo telas de lino bien lavadas, un borde discreto de hilo azul y la serpiente real bordada una sola vez, sobre la frente del respaldo. Lo había decidido así la noche anterior, tras discutir con Sahruk y Pamenes. Podía haber traído el trono alto, podía haber mandado colgar cortinas rojas y estandartes, pero se obligó a sí misma a recordar que no estaba en la Sala del Trono, sino en la sala donde se contaban sacos, medidas, deudas. Era Phaeron igual, aunque sus codos reposaran sobre madera sencilla. Así pues, mientras acomodaba el peso de la corona sobre el cabello trenzado, pensó en todos sus ancestros, en todos los que, en otros tiempos, habrían preferido refugiarse tras mármoles y otros que habrían afrontado aquello. Ella había elegido mostrarse a la altura de las pesas, no por debajo ni por encima.

Sahruk, por su parte, no miraba las balanzas con temor ritual. Las miraba como obstáculos posibles. Antes de que entrara el público, caminó el perímetro dos veces, comprobando que las puertas laterales quedaran aseguradas con barras de hierro y que los guardias destinados a cada pasillo supieran exactamente dónde debían cruzar lanzas si alguien intentaba salir corriendo. Ordenó revisar gargantillas, cinturones y brazaletes de cuantos se acercaban a las primeras filas. No buscaba joyas robadas, sino cuchillos ocultos. Sabía que en Abkazir se podía matar con un punzón de bronce tan bien como con una espada. Fue así que ordenó, casi sin levantar la voz, que cuatro guardias más se apostaran cerca de la balanza ritual; no porque temiera a los dioses de las plumas de amatista, sino porque conocía a los hombres que los invocaban cuando les convenía.

Pamenes entró después, cargando no sólo sus tablillas habituales, sino un objeto que pocos habían visto de cerca: la “tablilla única de medidas”. Era una losa alargada de madera negra, pulida por décadas de manos, en la que se habían grabado, con precisión, las equivalencias oficiales de peso y volumen: cuántos puñados llenaban una jarra, cuántas jarras componían un saco, cuánto debía pesar, exactamente, una pesa pequeña, una mediana y una grande del Tesoro. A ella se le podían superponer pesas y estaquillas para comprobar, en un solo golpe de vista, si alguien había limado un borde o vaciado mínimamente el interior. Junto a esa tablilla, Pamenes dispuso sobre el paño de lino los cuños reales: pequeños cilindros de barro seco o metal donde estaba grabada la serpiente de Abkazir. Con ellos se marcaban sacos, sellos de puertas y, en casos contados, hasta contratos matrimoniales. Allí también se distinguiría, más tarde, si algún sello había sido falsificado o gira­do.

Hugo, a quien todos llamaban en Abkazir con el nombre de Kharu, recorrió la sala con la mirada antes de tomar lugar. No se sentó. Se mantuvo en pie, a medio camino entre las balanzas y el dosel de la Phaeron, como un puente incómodo entre la corona y los sacos. Sus ojos, entrenados durante años en la Puerta Sur para detectar camellos sobrecargados, caravanas mal declaradas y faroles apagados cuando no debían estarlo, se fijaron en detalles que otros habrían pasado por alto. Observó la balanza de comercio, se detuvo en las uniones, buscó melladuras, pequeñas asimetrías en los bordes de los platillos, zonas donde el bronce estuviera más gastado por el uso repetido de una misma trampa. Nada evidente saltó a la vista, pero anotó mentalmente dos marcas finas en el borde interno de una de las pesas medianas. Era probable que eso tuviera explicación, pero Hugo/Kharu, ya no se fiaba de lo probable.

El escriba mayor, un anciano de voz sorprendentemente clara, golpeó el suelo con el extremo de su bastón. Fue así que el murmullo del público se redujo a un ruido seco, más cercano al roce de la arena que al alboroto de mercado. La gente no había venido a indignarse; había venido a ver cómo caían las cifras.

—Por mandato de Nephertary, Phaeron de Abkazir —anunció el escriba— se abre hoy el Juicio de los Dos Pesos. Se compararán las cuentas del Tesoro con las de la ciudad, las pesas del Tesoro con las pesas oficiales, los sellos del Tesoro con los cuños del palacio. El primero llamado a responder es Nemtah, Gran Tesorero de la ciudad, acusado de desfalco y de mover tributos bajo nombre de piedad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.