Abkazir,
Salón de Basalto.
Al amanecer.
El Salón de Basalto no estaba pensado para ser hermoso, sino pesado.
Tenía bloques oscuros, traídos de las canteras profundas del este, revestían las paredes desde el suelo hasta el techo, encajados sin adornos superfluos. El peso de la piedra daba la sensación de que toda Abkazir se apoyaba allí, sobre aquella sala rectangular con techo bajo, vigas visibles y una sola línea de claraboyas por donde entraba la luz primera del día. Esa era la intención original que los arquitectos le habían dado: de que, cuando alguien pidiera algo a la Phaeron recordase, con solo alzar la vista, que había más piedra encima que aire. Esta última, lo sabía. Y, sin embargo, aquel amanecer, cuando cruzó el umbral y sintió el leve cambio de temperatura del patio abierto al interior de la sala cerrada, lo que pensó no fue en el peso de las vigas, sino en el peso de las listas.
Listas de frentes, de bocas, de bestias, de barcas, de lanzas. Listas que había terminado de revisar a eso de la madrugada, cuando había despertado a su escriba, la madrugada, con la lámpara casi consumida y Pamenes, su escriba real cabeceando sobre un haz de tablillas, mientras ella remarcaba con la uña una y otra vez las mismas tres frases:
"No dejar huecos, no dejar duplicidades, no dejar tinieblas".
La Phaeron, avanzó hasta su estrado, un simple alzamiento de tres gradas, sin baldaquinos ni cortinas. Llevaba túnica de lino oscuro, ceñida con una faja roja; sobre los hombros y un manto más claro, símbolo de mando civil, no de campaña. Los brazaletes de oro, finos, eran casi los únicos signos de riqueza visibles. Había elegido esa sobriedad con cuidado: en tiempos en que el nombre de “Larsus” aparecía en cada conversación como amenaza, convenía parecer más escriba que monarca. La sala ya estaba preparada. A la derecha, estaba la mesa larga de los escribas, con cuatro jóvenes alineados, cálamos limpios, cuencos de tinta fresca y tablillas de barro con el sello de la Capital de Toda Zerair ya impreso en el reverso, esperando nombres y cifras. A la izquierda, un banco corrido para los regidores y oficiales que tuviesen que intervenir. Enfrente, el espacio abierto donde se irían situando los peticionarios por turnos. En el fondo, en la grada de autoridades, cinco damas de provincias, con velos ligeros y abanicos de palma, ocupaban los asientos reservados a los notables que quisiesen “observar el gobierno de la capital”. No hablaban entre sí; se limitaban a mirar.
Nephertary se detuvo antes de subir al estrado. Alzó apenas la mano.
—Abrimos audiencia —dijo, sin voz engolada, pero con el tono acostumbrado de quien espera ser escuchada a la primera.
Sahruk, sentado en el banco de oficiales, se incorporó sin prisa. Su armadura ligera, de cuero endurecido con placas de bronce en los puntos claves, no hacía ruido al moverse. Era el capitan de los Omenki Ardarik, pero aquella mañana no llevaba casco ni espada larga, sólo una daga reglamentaria y una vara corta de oficial urbano. A su lado, Pamenes, el principal de los escribas contables, ajustó el borde de su túnica y se inclinó levemente hacia adelante; sus ojos ya estaban repasando el orden del día que habían cincelado juntos la noche anterior: pesas, riego y puertos. Lo habían acordado así: antes de enviar fuerzas a los frentes —porque habría que enviarlas, y no pocas—, Abkazir debía cerrar sus propias fugas. No de sangre, sino de agua, de grano y de plata.
—Primer asunto —anunció uno de los ujieres—: comerciantes de la Explanada del Norte. Se quejan de sacos “mellados”.
La expresión arrancó un murmullo entre los asistentes, sobre todo en la grada de autoridades. “Mellados” era un término técnico que se había popularizado demasiado rápido: se refería a sacos de grano cuya boca había sido cortada, cosida y recortada tantas veces que ya no se sabía si la cantidad original se mantenía. En ese momento, tres hombres entraron juntos. Llevaban túnicas de colores distintos, pero el mismo tipo de manos: curtidas, con callos de cargar fardos. Se inclinaron con corrección, sin exagerar.
—Mi Phaeron —dijo el mayor—. No pedimos privilegio ni rebaja. Pedimos justicia de pesas.
Nephertary se sentó por fin en el asiento central del estrado, un simple sillón de madera cubierta de cuero liso. Apoyó el antebrazo derecho en el reposabrazos, entrelazó los dedos de la mano izquierda y observó a los comerciantes unos segundos, sin decir nada. No le disgustaba que los peticionarios hablasen primero; a menudo su primera frase, la que les salía con más urgencia, revelaba más que el resto del discurso.
—Expón —ordenó al fin.
El comerciante respiró, como quien se lanza a un río frío.
—Hasta el mes pasado —comenzó—, todos nuestros sacos se pesaban en la balanza de la Explanada, con tablillas dobles: una para nosotros y otra para el recaudador. Había discrepancias pequeñas, pero aceptables. Desde hace tres semanas, los verificadores dicen que los sacos “mellan”, que tienen menos de lo que deben. Marcan hasta un puño menos por saco. No hemos cambiado ni los telares ni las medidas. Si siguen marcando así, perderemos márgenes que no tenemos. Algunos ya han “ajustado” llenando menos y robando al campesino. Otros…
Titubeó. Un instante de duda que no se le escapó a Nephertary.
—Otros han empezado a vender por fuera de los pesadores oficiales, en callejones —intervino el segundo comerciante, más joven, con rabia mal contenida—. Y los sacerdotes de Am-Ur se quejan de que el diezmo entra más “ligero”.
La Phaeron giró un poco la cabeza hacia Pamenes.
—¿Cuándo fue la última revisión de la balanza de la Explanada? —Preguntó.
Pamenes no necesitó consultar tablilla; había repasado los registros de instrumentos la noche anterior.
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Editado: 28.12.2025