I. TRAS LA PISTA
El sonido del motor del bote resonaba en mi cabeza, monótono, como un latido mecánico que se negaba a detenerse. No hablaba. No era necesario. Los cadetes a mi alrededor mantenían sus miradas fijas en la selva que nos rodeaba, esa inmensidad oscura que parecía devorarnos más a cada metro que avanzábamos río adentro. En el aire había una tensión palpable, pero no importaba.
Me perdí observando las hondas que se formaban por el movimiento del motor, y al igual que durante todo este maldito año, mi mente viajó a otra parte. Siempre regresaba una y otra vez a esa casa en ruinas. A su cuerpo. A la sangre seca en mis manos.
Feliciano. Ese hijo de puta. Ese maldito terruco había huido para esconderse en algún rincón de esta maldita selva creyendo que aquel atentado quedaría como uno más en la larga lista que sendero tenía, pero se había metido con la persona equivocada. Podía sentir que estaba cerca de encontrarlo, y en cuanto lo hiciera, suplicaría piedad. Lo haría pagar por cada segundo de sufrimiento que me había provocado.
—General, ¿cree que sea seguro acampar en Urrai? —preguntó uno de los cadetes.
Lo observé de reojo y bastó aquella dura mirada para que él volviera a cerrar la boca.
—No seas huevón —escucho que susurra su compañero—. Si no llegamos al pueblo anda a saber que cosa nos saldrá del agua.
—Acamparemos donde sea necesario —dije al fin, con la voz firme—. Prepárense para lo que venga.
Los cadetes asintieron, aunque podía ver el miedo en sus ojos. Eran jóvenes, demasiado jóvenes para lo que les esperaba, prácticamente habían sido sacados de las aulas de los cuarteles con prisa y ni siquiera conocían la verdadera cara del horror. Pero lastimosamente en la guerra, no hay tiempo para advertencias. Te lanzan al infierno y, si sobrevives, es porque te volviste más duro que el fuego que te rodea. Si no, te consumes. Así de simple.
A mi lado, Vargas, quien era el cadete más nervioso de todos, comenzó a removerse incómodo, podía distinguir como su fusil temblaba. Llevaba así desde el momento que zarpamos y supo nuestro destino.
El cadete Guerrero encendió las lamparillas de aceite, faltaban apenas unos cuantos minutos para llegar a Urrai, pero la espesura de los árboles nos restaba visibilidad con cada minuto que pasábamos sobre esta maldita lancha.
—General, disculpe que lo moleste —empezó, con la voz temblorosa—, pero… creo que deberíamos comenzar a fumar los cigarros. Está oscureciendo, y solo eso… logrará espantar al Tunche.
Según había escuchado a los demás, él era originario de Juanjui, era de hecho el único en este momento que conocía más acerca de la selva. Pero eso no impidió que frunciera el ceño luego de escucharlo. El tunche. Otra vez esa estúpida leyenda. Desde que pisamos San Martin los pobladores no habían dejado de advertirnos sobre ese supuesto espíritu que caza a los de mal corazón.
Antes de que pudiera responderle oímos un silbido a lo lejos, Vargas se puso pálido de inmediato y sacó uno de los cigarrillos para poder encenderlo, los demás lo imitaron. Supuestamente el silbido siempre anunciaba su llegada.
—¿El Tunche? —pregunté, sin ocultar mi escepticismo. No podía permitirme creer en cuentos. No después de todo lo que he visto.
Vargas asintió, tragando saliva.
—Sí mi general, tenga, esto nos ayudará a espantarlo —tras decir esto extendió un cigarro en mi dirección, pero lo tomé de muy mala gana.
El miedo estaba claramente instalado en su voz. Creía en eso, tanto como en el aire que respiraba. Era típico de los jóvenes que aún no habían enfrentado su propio destino. Pero yo ya no tenía espacio para supersticiones. Había visto el verdadero mal, y ese mal tenía nombre y rostro: Alejandro Feliciano.
—Aquí no estamos para escuchar cuentos, Vargas —le respondí, mirándolo fijamente—. Tenemos una misión. Si alguno de ustedes tiene miedo, más vale que lo deje a un lado ahora. La selva ya es bastante peligrosa sin agregarle fantasmas.
Asintió rápidamente, aunque podía ver que mis palabras no le habían quitado el miedo de encima. Los otros cadetes intercambiaron miradas incómodas, pero ninguno dijo nada. El silencio volvió a apoderarse de la lancha.
El río se volvía más estrecho, más oscuro, a medida que nos adentrábamos en la selva. Las sombras de los árboles caían sobre nosotros como garras alargadas, y el aire se volvía más denso, más pesado.
Finalmente llegamos a Urrai, dos de los pobladores se acercaron a nosotros batiendo un pañuelo blanco en el aire.
—General, bienvenido, vengan, los llevaré a la choza donde podrán pasar la noche.
El calor y la humedad eran insoportables, pero no era eso lo que me incomodaba. Había algo en esta selva, algo que no podía ignorar del todo. El silencio era pesado, opresivo, como si el aire mismo estuviera cargado con algo antiguo y peligroso. Mis botas crujieron sobre el suelo fangoso mientras mis ojos barrían el lugar. Las pocas chozas de madera que formaban el poblado parecían abandonadas o, peor aún, olvidadas por completo.
En cuanto nos dejó dentro de la choza se retiraron con prisa, casi como si desearan correr a ponerse a buen recaudo. Dentro, nosotros nos tumbamos encima del piso, tomé la pequeña radio que tenía dentro de mi bolsillo, pero al encenderla nada pasó, le di un par de golpes y esta simplemente dejó de funcionar, aunque antes de partir la había usado sin ningún problema.
—Esta basura, sabía que no debí comprarla.
—Es la selva, general —escucho que dice Vargas, quien se encontraba cerca de nosotros—. La selva juega malas pasadas.
—No sea idiota Vargas —respondí, ya cansado de su paranoia.
Los demás cadetes solo me miraron, uno de ellos se quedó montando guardia y los demás aprovechamos para poder descansar un poco, pero simplemente no podía dormir, mientras los minutos pasaban los sonidos de la selva se hicieron cada vez más intensos.