II. EL TUNCHE
Después de ese incidente, el resto de la noche fue un auténtico infierno. Luego del golpe y el silbido que oímos el silencio de la selva se volvía cada vez más opresivo a medida que pasaban las horas. No logramos escuchar nada, ni siquiera el chirrido de un grillo o el aullido de un mono en la distancia. Lo único que rompía la quietud era nuestra respiración, lenta y pesada, lo que provocaba que mi corazón latiera con fuerza, como si se hubiese instalado en mi garganta.
La selva tenía algo que no podía explicar, una energía densa que se me pegaba a la piel como una capa de sudor frío. Había una presencia latente en el aire, algo más que la oscuridad. Finalmente, la primera luz del amanecer fue como una especie de premio para nosotros, y pudimos dormir algo, aunque no lo suficiente. A eso de las diez, el jefe del pueblo vino a buscarme para conversar en privado. Lo seguí en silencio, pero no pude evitar notar las miradas de los habitantes mientras caminábamos. Todos me observaban con una mezcla de miedo y resignación, como si supieran algo que yo desconocía por completo.
—General, aquí es donde se le vio por última vez —dijo el jefe mientras desplegaba un mapa sobre la mesa—. Mis hombres encontraron su lancha. Lo ideal sería ir por el río, pero podrían verlos llegar, así que le propongo esta ruta.
Su dedo calloso siguió el camino rojo en el mapa, una línea serpenteante que atravesaba un mar de vegetación densa. Mientras lo escuchaba hablar, mi mente se perdía en la atmósfera pesada de la selva, aunque tal vez se debía más al cansancio que al lugar en sí. Sentía que todo a mi alrededor conspiraba para hacernos fallar.
—¿Qué más sabes de esa zona? —pregunté, manteniendo mi mirada fija en él.
El jefe me observó en silencio por un momento. Su rostro estaba marcado por los años y las experiencias, un hombre endurecido por la vida en este lugar. Sin embargo, había algo en su mirada que no podía ocultar: el miedo. No hacia mí, sino hacia lo que acechaba en la selva, hacia lo desconocido.
—Está lejos de aquí. A pie tardarán medio día si van rápido.
—Cuanto antes partamos, mejor —respondí.
—General, esa parte de la selva no es como las demás —dijo finalmente, bajando la voz como si temiera que alguien más lo oyera—. Hay historias... cosas que la gente ha visto y oído. Nadie se acerca allí después de anochecer. Feliciano debe saberlo; por eso se ha escondido ahí. No solo es difícil por la vegetación, sino por lo que podría haber en ese lugar.
—¿A qué te refieres? —lo interrumpí, un tanto irritado—. No quiero escuchar de nuevo la estúpida historia del Tunche.
—No son solo historias, general. Gente ha desaparecido en esa zona: cazadores, campesinos... incluso algunos narcotraficantes que solían operar allí nunca volvieron. Los pocos que regresaron no eran los mismos —hizo una pausa para tragar saliva antes de continuar—. Hablan de sombras que se mueven entre los árboles, de voces que llaman desde lo profundo de la selva. Algunos incluso dicen que han visto a sus seres queridos fallecidos en medio de la oscuridad, llamándolos y llevándolos a la muerte. Dicen que es el Tunche el que los reclama.
Algo en su tono me hizo tomarlo más en serio de lo que hubiera hecho en otras circunstancias, algo que ni siquiera me había sucedido con mi propio equipo. No era solo el miedo supersticioso de un hombre rural, había una gravedad en su voz que me inquietaba profundamente.
Sentí un nudo en el estómago, pero no por la leyenda absurda. El verdadero problema era que desconocía que esa zona había sido ocupada por narcos. Generalmente, estos no abandonaban por completo sus laboratorios clandestinos, lo que significaba que Feliciano podría estar más protegido de lo que pensábamos, escondido como un niño bajo la falda de su madre. El peligro era real y palpable, pero no podía dejar que el miedo se apoderara de mí ni de mis hombres. Feliciano estaba ahí afuera, esperándonos, y tenía que pagar por lo que había hecho.
—Yo le sugeriría esperar, general. Podrían salir mañana al alba y llegarían por la tarde. Ir ahora los haría llegar entrada la noche —dijo el jefe, con una cautela casi paternal.
—No tengo tiempo para cuentos. Sabes que debo ir tras él. Esperar no es una opción —respondí, tratando de mantener un tono firme, aunque la inquietud seguía trepando por mi piel.
El jefe asintió en silencio, aunque su expresión no cambió. Parecía resignado, como si ya hubiera asumido que nos adentrábamos en una trampa mortal.
—De acuerdo —señaló un tramo menos visible del mapa—. El camino que le he mostrado es más complicado, pero tendrán la ventaja de la sorpresa. Eso sí, el camino es agotador.
Nos despedimos con un apretón de manos. El jefe se marchó en silencio, con una mirada que no supe interpretar. Afuera, encontré a dos de mis hombres esperando, sus rostros demacrados después de una noche en vela. A pesar del cansancio, todos revisaban sus armas y ajustaban sus mochilas con la precisión de quienes ya habían pasado por esto antes.
Me acerqué a Camacho, mi segundo al mando, que había estado vigilando el perímetro.
—Es hora de irnos—le dije en voz baja—. Tomaremos un desvío hacia el oeste, es más difícil, pero menos visible. Mantén a los hombres preparados para cualquier cosa.
—Guerrero ¿terminaste de guardar las provisiones?
—Sí, mi general.
—Bien, dale el alcance a Domínguez y Vargas en la cabaña, iré enseguida.
Camacho se quedó observándome mientras Guerrero se iba, las arrugas de su frente se ciñeron mientras limpiaba su sudor con la manga del uniforme.
—Mi general ¿Qué dijo el jefe? —preguntó fingiendo calma, aunque una sombra de preocupación cruzó brevemente sus ojos.
—Lo de siempre —mentí—. Historias de fantasmas en la selva. No quiero que eso distraiga a nadie. Feliciano está ahí afuera, y no podemos perder más tiempo.