El silbido de la venganza [✓]

IV.

IV. BATIR EL CAMPO

Avanzábamos con el corazón en un puño. Cada paso se sentía como una condena. El sonido del follaje aplastado bajo nuestras botas reverberaba en la quietud opresiva, y el murmullo nervioso del viento entre las hojas era lo único que rompía el silencio abrumador que nos rodeaba. La selva parecía haberse tragado al mundo entero, como si fuéramos los únicos seres vivos en kilómetros. Había algo siniestro en aquella calma, un vacío que pulsaba con una vida propia, una presencia oculta que no podíamos ver ni comprender. Sabía que no estábamos solos, pero lo que nos seguía se movía más allá de lo que los ojos podían captar. La atmósfera se volvía más densa a medida que avanzábamos, el aire tan espeso que daba la sensación de que estábamos atravesando un líquido oscuro y viscoso. Respirar costaba.

El sonido que había comenzado como un eco lejano, volvió a oírse. El silbido. Esta vez más cercano, más persistente. Me detuve en seco, levantando una mano para indicar a los demás que hicieran lo mismo. El sonido, agudo y perturbador, parecía perforar el ambiente como un dardo, y al mismo tiempo se clavaba en mis pensamientos, vibrando dentro de mi cráneo. Tenía algo de irreal, como si viniera de dentro de nosotros, una frecuencia que resonaba en lo más profundo de la mente.

—Ahí está de nuevo… —murmuró Camacho. Aunque estaba oscuro, podía notar la palidez de su rostro. Sus ojos, abiertos de par en par, reflejaban el miedo que todos sentíamos pero que ninguno quería admitir.

El Tunche. Era lo único en lo que podía pensar. No habíamos visto nada, no había pruebas concretas, pero los antiguos rumores de la selva estaban allí, encarnándose en cada latido de ese maldito silbido. Sabía que no era un simple sonido de la naturaleza. Era más que eso. Algo sobrenatural acechaba entre los árboles.

—Sigan avanzando —ordené, forzando mis palabras a salir con firmeza, aunque yo mismo ya no creía en ellas.

Mis hombres no se atrevieron a desafiar la orden, pero sus cuerpos delataban la creciente ansiedad. Con el silbido resonando en nuestras cabezas y la selva cerrándose alrededor, todo parecía tener un nuevo y aterrador significado.

Aceleramos el paso. Sentía un frío profundo en el pecho, no causado por el aire húmedo de la selva, sino por el miedo. ¿Cuánto más podríamos aguantar? Cada mirada que lanzaba a mis hombres me decía lo que ya sabía: no estábamos preparados para lo que fuera que nos estaba esperando. Las historias, esas que había desestimado como supersticiones y cuentos para asustar a los niños, empezaban a tomar una forma demasiado real. Nadie decía nada, pero todos lo sentíamos. Algo nos observaba, y no era humano.

Finalmente, entre las ramas retorcidas y la penumbra que ya había caído sobre la selva, divisé la base. No era más que un conjunto de estructuras desvencijadas, cubiertas por la vegetación, apenas visibles a través de la maleza. Sin embargo, representaba una pequeña esperanza de seguridad, un refugio temporal en medio de la oscuridad. Mi corazón latía con fuerza, no tanto por la carrera, sino por la creciente urgencia de salir de ese infierno verde. Mis hombres me siguieron sin dudarlo, como si el mero hecho de moverse les ofreciera algo a lo que aferrarse.

Nos acercamos a la base, y en cuanto pusimos pie en el perímetro, sentimos algo diferente. El aire aquí era más frío, más denso. Vimos una fogata en el interior de una pequeña covacha envuelta en plásticos azules. La llama chisporroteaba con una energía extraña, pero lo que nos llamó la atención fue la evidencia de vida reciente: había platos de comida sobre una mesa improvisada. Parecían apenas tocados. Una sensación de peligro inmediato se apoderó de mí.

—A la cuenta de tres —susurré, alzando el arma. Mis hombres rodearon el lugar.

—Uno… dos… ¡tres! —grité, empujando la puerta y entrando abruptamente.

El interior estaba vacío. El silencio que siguió a nuestra entrada fue aún más denso que el de la selva. Miré a mi alrededor con una mezcla de furia y desconcierto. Nadie. Lo único con lo que nos topamos fueron aquellos platos, con comida ya fría y casi intacta.

—Mierda —dije, frustrado, mientras pateaba la mesa. El sonido metálico al caer al suelo resonó en el espacio, haciéndonos conscientes de cuán solos estábamos.

Algo no cuadraba. Ese hijo de puta de Feliciano debió haber sabido que estábamos cerca. Ahora todo comenzaba a tener sentido: el silbido, las visiones, el maldito Tunche... Feliciano había estado jugando con nosotros desde el principio. Debía haber esparcido alguna especie de alucinógeno en el aire. Las plantas de la selva, los hongos, todo podía ser manipulado en este entorno. Y el grito de Vargas, sin duda lo había alertado, dándole tiempo para escapar.

—Revisen el perímetro —ordené. Mis hombres seguían paralizados, absortos en el desconcierto—. ¡Revisen el perímetro! —grité esta vez, sintiendo la ira brotar de mis entrañas.

Me acerqué a ellos, empujándolos para que salieran de su estupor. Uno por uno, tomaron diferentes caminos. Camacho se dirigió al río, con la esperanza de que la lancha siguiera allí. Los demás recorrieron los senderos aledaños, buscando algún rastro de Feliciano o cualquier pista que pudiera llevarnos a él. Yo, en cambio, decidí alejarme por la zona contraria, la menos transitada. Sabía cómo pensaba alguien como Feliciano. Él nunca escogería los caminos obvios.

Corrí, sintiendo cómo las ramas y las raíces intentaban atraparme, pero mi determinación era más fuerte. El silbido. Aquel maldito silbido volvía a escucharse, cada vez más cerca, casi encima de mí. No sabía si era real o una alucinación, pero lo que sí sabía era que me estaba volviendo loco. Mis manos temblaban en el arma, la adrenalina bombeando a través de mis venas, pero no había tiempo para el miedo.

De repente, el silbido se detuvo. Todo quedó en silencio, pero esta vez no era el mismo silencio de antes. Era el tipo de silencio que te alerta, que te dice que algo terrible está por suceder. Me giré bruscamente, con el dedo en el gatillo, listo para disparar. Pero no había nada. Solo la oscuridad densa de la selva, extendiéndose más allá de la base, como un manto interminable.



#173 en Paranormal
#66 en Mística

En el texto hay: terror paranormal, peru, folk horror

Editado: 02.10.2024

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.