El Silbón: Una Historia Para No Dormir

El Inició

 —¡MA! —grito el joven Hilario, descansaba su cuerpo en su hamaca; se movía en un vaivén, ayudándose de un pie levemente apoyado en el suelo y su sombrero descansando en su pecho, mientras que el viento movía suavemente las copas de los árboles y jugaba con una paja en su boca mientras veía la tarde llegar en el horizonte. 
—¿Dime? hijo mío —llego apresurada su madre, Eustaquia. 
—PA, se está tardando demasiado y tengo hambre —soltó Hilario, con un tono de prepotencia que molestaba a cualquiera que estuviera a su alrededor, pero que sus progenitores tomaban como simplemente cualquier cosa, sin mayor importancia. 
Sus padres, lo habían criado dándole todo lo que pedía o quisiera, sin ponerle nunca una excusa o darle un no por respuesta, para ambos su hijo era el mayor regalo de sus vidas y siempre hacían todo por verlo feliz, aun si eso incluía cumplir sus constantes caprichos.  
Hilario, estaba rodeado de todos los lujos que podría brindarle la vida del campo en los llanos de Venezuela. Su madre, una consumada ama de casa, entregada completamente al trabajo de ama de casa y al cuidado de su esposo y su único hijo, Hilario. 
Hilario, era un joven de casi 24 años bastante alto y que acostumbraba a usar un sombrero llanero negro, era conocido por ser pretencioso, caprichoso, apático y hasta cruel. Su abuelo regañaba constantemente a sus padres, por la manera en la que lo habían criado, quejándose siempre de la actitud de su nieto. Por quien sentía un especial resentimiento, por considerarlo un vago. Además de no poseer respeto alguno por nada ni nadie, incluidos sus padres a los cuales trataba como si fueran simple servidumbre. 
—Si, hijo mío, lo sé, ya tengo todo listo. Solo falta que llegue tu papá con la cacería —explico la señora un poco apenada y nerviosa. 
—Tiene más de una hora que salió ¿a qué hora voy a comer? —espeto Hilario, mirando hacia el camino que había tomado su progenitor cuando salió a cazar. 
Un par de horas antes, había demandado comer “asadura”, y mientras que su madre había quedado en ir adelantando lo demás, su padre sin más, con escopeta en mano, salió camino al monte a conseguir lo que su hijo había demandado. 
—Solo espera un poco más, seguramente se le está haciendo algo difícil —explico Eustaquia, con la intención de apaciguar los ánimos de su hijo. 
Para nadie era un secreto que Hilario, poseía un muy mal temperamento, era muy explosivo y violento, sobre todo cuando perdía la paciencia o se cansaba de ciertas situaciones, toda tenía que ser como él lo dispusiera o las cosas seguramente se pondría intensas. 
—mmmmm…ta bien vieja —dijo Hilario con desdén. Ya se estaba empezando a cansar de esperar por su padre y lo que había pedido para comer. 
Eustaquia, se alejó y regreso a los quehaceres, sin prestar mayor atención a la creciente ira en su hijo. 
Hilario, continúo meciéndose, mientras pensaba porque su padre, no lograba regresar a tiempo, su padre era un excelente cazador, ya era momento de que estuviera allí con su pedido. 
Sin darse cuenta, se quedo durmió. 
Cuando despertó pudo divisar el sol ocultándose lentamente en el horizonte con su brillante halo naranja-rojizo, que anunciaba que la noche no tardaría en llegar. Se maldijo a sí mismo, pero pensó que, para ese momento ya su padre había regresado y la comida estaría lista. 
Se levanto rápidamente de la hamaca y se dirigió al interior de la vivienda, se sorprendió encontrar a su madre dormida en la sala, sentada en una de las sillas. 
—¡MAMÁ! —grito. 
Su madre, despertó bruscamente, algo perdida. Y vio a su hijo parado delante de ella. 
—¿Dónde está mi comida? —pregunto Hilario, con un tono de rabia. 
—Tú papá, no ha regresado del monte, hijo —respondió la señora con calma, acomodándose en su puesto. 
—¿Y es que yo no voy a comer nunca en esta casa? —espeto Hilario, con molestia e indignación, había pasado todo el día esperando y aun así todavía no lo habían complacido. 
—Allí te hice algo, para mientras tanto hijo, no te molestes, tu padre seguramente está haciendo lo que puede —respondió Eustaquia, sabía que su hijo estaba molesto, pero no podía hacer mucho. 
—¡Yo pedí asadura! —exclamo Hilario, claramente molesto. 
—Porque no vas a buscar tu papá, quizás así puedas saber porque no ha llegado aún —comento, la señora, intentando calmar la molestia de su hijo. 
—¡Todo lo que tengo que hacer yo! —espeto Hilario, antes de salir de casa, tomar un cuchillo de cacería y salir en busca de su padre. 
Se interno en el camino de pasto que lo guiaba al interior del monte, entonando un silbido que había aprendido de pequeño, todos sabían cuando Hilario, estaba cerca, debido a que siempre se presentaba donde fuera que llegara con un silbido; el lugar estaba cubierto de pequeños matorrales y pasto que llegaban hasta las rodillas, y caminos que se dividían en todas las direcciones que se perdían hasta donde el ojo alcanzaba a ver, empezó a caminar lentamente, pero con pasos firmes aplastando todo el pasto a su paso, Hilario, estaba muy molesto de que su padre no hubiera llegado con su pedido y que su madre, no hubiera hecho nada. 
Después de caminar por unos cuantos minutos, diviso a su progenitor en la distancia, se veía lo cansado que estaba, completamente sudado y algo quemado por el sol, llevaba en su mano el sombrero de paja que siempre llevaba y en la otra mano su escopeta. Pero nada más. 
Hilario, corrió hacia su encuentro con un poco de entusiasmo, pero seguía molesto por la espera. 
—¿Hijo, con quien dejaste a la vieja? —pregunto Vicente, el padre de Hilario al verlo llegar a su encuentro. 
—Allá la deje en la casa pa, vine a ver porque te tardaste tanto —explico Hilario, mirando a su padre de arriba abajo, buscando algo. 
—¿Y dime, conseguiste? —pregunto Hilario, con suma emoción. 
Su padre solo le devolvió una mirada vacía y de pena. 
—Me estás diciendo que pase todo el día esperando y te atreves a llegar con las manos vacías —espeto Hilario, dejando que la rabia y la colera se apoderara de él. 
—Los venados se escondieron hoy, hijo —respondió Vicente, con calma. 
—¡No me interesa! —soltó Hilario, propinándole un empujón a su padre, lanzándolo contra el suelo. 
—¡Hilario! ¡Por favor! ¡Contrólate! ¡Soy tu padre! —soltó el hombre de mediana edad, mientras intentaba ponerse de pie. Pero recibió un golpe en su rostro que lo devolvió contra el suelo. 
—Me hiciste esperar, todo el día, para nada, no sirves para nada, viejo decrepito —dijo Hilario, mientras su cuerpo ardía de rabia y molestia. Se sentó a ahorcadas sobre su padre. 
—¡Detente, Hilario! ¡por favor! —gritaba Vicente, mientras veía con terror, la expresión oscura y casi enferma en el rostro de su hijo. Era una expresión que simplemente le helo la sangre, sus ojos estaban rojos llenos de ira. 
Hilario, coloco sus manos alrededor del cuello de su padre, apretando con tanta fuerza, que Vicente, empezó a quejarse, pero sus palabras no parecían decir nada coherente, en un momento antes de perder el conocimiento, Hilario, soltó el agarre que tenía sobre el cuello de su padre y se apartó, echándose hacia atrás y arrastrándose para mirar confundido como su padre, tosía y se pasaba las manos masajeando su cuello. 
—¿¡Te volviste loco!? ¡muchacho del demonio! ¿qué pensabas, matarme? Pensabas matar a tu propio padre —espeto Vicente, mientras intentaba ponerse de pie. 
—No pa, solo me moleste un poco —explico Hilario, respiraba de manera agitada y se notaba angustiado. 
—Te mereces una buena paliza, muchacho mal criado, tu abuelo tiene razón, eres un sin vergüenza —las palabras de Vicente, sonaron con fuerza y decepción. 
—¡Cállese viejo! usted no sabe lo que está hablando —amenazo, Hilario. Mientras que la rabia e ira parecían regresar a su cuerpo. 
—¡A mí me respeta! Estoy cansado de sus altanerías y faltas de respeto, compórtese como un hombre, ya no tiene 17 años. Es un viejo de 24 años —espeto Vicente. 
—¡Cállese, viejo! ¡Cállese! —amenazo una vez Hilario, mientras se mecía sentado en el suelo, no quería escuchar más a su padre, llamarlo inútil o poco hombre. Poco a poco lágrimas empezaron a caer al suelo. 
—Un día de estos, nos va a terminar matando a su mama y a mí, ya levántese del suelo y deje de llorar, que nadie le ha hecho nada —Vicente, estaba molesto por la reciente actitud de su hijo. 
—¡Ya! ¡Cállese! —grito Hilario, mientras se levantaba del suelo y se lanzaba contra su padre y le clavaba, profundamente el cuchillo en su pecho. 
—Usted me dice poco hombre y falta de respeto, cuando fue usted el que no pudo llevarle la comida a su hijo —dijo lentamente Hilario, mientras movía el cuchillo en el interior del cuerpo de su padre, mientras lo veía agonizar sin emitir palabra. 
—Y voy a comer lo que pedí con o sin su ayuda, pa —dijo Hilario. Retiro el cuchillo y lo volvió a encajar en el cuerpo de su padre, el cual lanzo un grito ahogado, lo último que vio Vicente, fue la mirada vacía y enferma de su hijo. 
Hilario, continúo acuchillando el cuerpo inerte de su padre, con mucha saña, descargando toda su frustración y rabia. Sin pensar absolutamente en las consecuencias de aquello. 
Luego de unos cuantos minutos, retiro el corazón, hígado y los riñones del cuerpo de su padre, y los guardo en una pequeña bolsa que llevaba consigo, mientras que el resto del cuerpo de su padre lo metió dentro del saco para la cacería que su mismo padre llevaba consigo y donde se suponía tendría lo que había pedido. 
Oculto el saco con los restos de su padre y su camisa ensangrentada, en un matorral apartado y cubierto de abundante vegetación y se dispuso a regresa a su casa. 
Eustaquia, quien estaba en la cocina, pudo reconocer la llegada de su hijo, por su manera de silbar, había aprendido que su hijo, siempre silbaba cuando estaba feliz. 
—¡Ma! Aquí esta, después de todo si voy a comer asadura —dijo llegando a la cocina de su casa, su madre tomo la bolsa y se dispuso a lavar, mientras Hilario tomaba asiento en la mesa de madera de la cocina y ser servia un trago de ron. 
Eustaquia, recibió la pequeña bolsa con emoción, después de todo si le iba a preparar a su hijo, su comida favorita. 
—¿Y tú papa, mijo? Pensé que había regresado contigo —pregunto Eustaquia mientras preparaba la cocina. 
—Venia detrás de mí, cargando el resto del venado, era muy grande, vieja —respondió Hilario, calmado. 
—¿Sera que fue a donde tu abuelo, a llevarle algo? —indago la señora, al notar que su cónyuge no llegaba. 
—De repente vieja, usted sabe cómo es el don —respondió, Hilario, tomando un trago de ron. 
Eustaquia, continúo preparando las entrañas que le había traído su hijo, pero no pudo parar de preguntarse que eran diferentes y un poco más pequeñas de las que acostumbraba a preparar, su hijo le había dicho que eran de un venado grande, así que eso la desconcertó un poco. Se preocupo un poco más, debido a la hora ya era casi de noche y Vicente no había llegado. 
—¿Hilario, seguro que su padre venia con usted? —pregunto la señora, su cabeza había empezado a dolerle debido a la preocupación, y el presentimiento de que algo no iba bien. 
Hilario, quien había continuado tomando, se quedó mirándola unos minutos, sin responder. 
—¿Hilario, usted le hizo algo a su padre? —pregunto la señora, angustiada y nerviosa. 
—No, ma. ¿Qué le voy a estar haciendo? —le devolvió Hilario, claramente afectado por el alcohol. 
—Hilario, si usted le hizo algo a su padre, por favor dígamelo —exigió Eustaquia, con mucha angustia. 
—Ya vieja, deje de preocuparse ese ya aparece, ahora termine de cocinar, ¡¿sí?! Que tengo hambre —respondió Hilario. 
En ese momento, Eustaquia tuvo una especie de revelación, y como si algo o alguien se lo hubiera afirmado. Sabía perfectamente de donde venia lo que estaba preparando y el terror que sintió le helo la sangre y se petrifico al ver a su hijo. 
—Usted mato a su padre, ¿no es así? —dijo, desafiando la mirada fija de su hijo. 
Hilario, empezó a silbar, sin responder, lo que su madre le había preguntado. 
Fue sorprendido, por una cachetada proveniente de su madre. 
—¡Hilario! ¿Qué le hizo a su padre?, no me mienta, por favor —demando Eustaquia, los ojos cafés de la señora fueron nublados por las lágrimas, paso una mano por sus cabellos negros salpicados de pequeñas canas, despeinándolos un poco. 
Hilario, miro a su progenitora caminar de un lado a otro en la cocina, se veía frágil con su pequeña estatura y sus ojos llenos de lágrimas y despeinando más su cabello con cada pasada de su mano sobre ellos. 
—Si, vieja yo mato al viejo miserable ese —soltó Hilario. 
Eustaquia, soltó un grito desgarrado, dejándose caer en el suelo, llorando desconsoladamente, no podía creer lo que estaba pasando, era como si el mismísimo diablo se hubiera apoderado de su familia y sobre todo de su hijo. 
—¿Como se atrevió?, Hilario, ha matado a su propio padre —dijo la mujer entre un mar de llanto y lágrimas— usted está maldito. 
—¿¡Donde ese mal nacido!? Estoy seguro que fue él —la voz de don Juan, irrumpió en la casa. 
Hilario, miro asustado hacia la entrada de la cocina cuando vio a su abuelo aparecer y dirigirse hacia él. 
—¡No se esconda desgraciado!, ¡usted fue el que mato a mi muchacho! —dijo Don Juan, mientras un par de peones llegaban a su lado. 
Hilario al ver la escena, salió por la otra puerta de la cocina huyendo de aquel lugar. 
Don Juan, era el padre de Vicente y abuelo de Hilario, un hombre conocido en la región por ser de carácter muy fuerte y poseer un temperamento de hierro, estaba preparando unas terneras para una fiesta que habría ese fin de semana, cuando varios de sus peones, llegaron con las noticias que unos campesinos habían encontrado el cadáver de su hijo desollado en un saco y tirado en el monte. 
Don Juan, no tuvo ninguna duda, al pensar que había sido su nieto y su confirmación llego cuando le entregaron una camisa envuelta con un cuchillo manchado ambos manchados de sangre, Don Juan, reconoció la prenda de vestir inmediatamente, pero el cuchillo, fue lo que lo termino de sacar de dudas, pues el mismo le había regalado ese cuchillo a su propio hijo. 
—¡Vieja! ¡Vieja! ¿Qué paso? —Don juan, se arrodillo ayudar a levantar a una desconsolada, Eustaquia del suelo. 
—Lo mato, Juan, lo mato —repetía Eustaquia, ahogada por las lágrimas y el dolor. 
—¡Lo sabía! ¡Vieja! ¡Lo sabía! …Mateo, Ramon, busquen a ese mal nacido y tráiganlo ante mí, ese desgraciado va a pagar el gran pecado que acaba de cometer —ordeno Don Juan. 
—¡Ay! ¡Juan mi viejo! ¡Juan, mi hijo mato a su padre! ¡Juan! —gritaba Eustaquia, totalmente desconsolada. 
Hilario, corría lo más rápido que podía, escuchaba el galope de los caballos en los que montaban los hombres que lo estaban buscando, y los gritos de los hombres, diciéndole que se detuviera, pero sabía que no podía hacerlo, si esos hombres lo agarraban era su fin, sobre todo su abuelo lo castigaría. 
Corrió por lo que pareció una eternidad, quedando descalzo, rasgando sus pies y sus prendas de vestir con las ramas y arbustos que se atravesaban en su camino. 
Finalmente fue detenido por el lazo de unos de los hombres de don Juan, que detuvo sus pasos en seco, cayendo abruptamente en el suelo y lastimándose la cara y los brazos. 
Los hombres se dispusieron a amarrar sus manos y pies, mientras que Hilario, suplicaba que lo soltaran que les iba pagar si lo dejaban libre, pero sus palabras nunca fueron tomadas en serio. 
—Usted mato a su padre, joven Hilario y su abuelo, lo quiere castigar por eso —dijo Mateo, uno de los peones de don Juan. 
—Lo que usted hizo en el mayor pecado de todos, a un padre no se toca —agrego Ramon. Montando nuevamente el caballo. 
Hilario, fue arrastrado por toda la sabana camino de regreso a su casa, amarrado de los pies y manos a la montura de los caballos. Su cuerpo golpeaba con cada piedra, planta espinosa y cualquier otra cosa que hubiera en el camino, dañando su ropa y rasgando su piel, maltratándolo y causando heridas a lo lardo de su cuerpo. 
—Ya cálmese, vieja ese mal nacido del hijo suyo, va a pagar con sangre lo que hizo —dijo don Juan, mientras consolaba a Eustaquia. 
—¡Tiene el diablo adentro! —dijo Eustaquia, angustiada con su cuerpo tembloroso, ahogando su llanto. 
—Sí lo tiene, pues yo se lo voy a sacar —afirmo don Juan. 
Al cabo de unos minutos, llegaron los hombres de don Juan, con Hilario completamente arrastrado y herido, apenas pudiendo moverse, con toda su ropa harapienta, dañada y sangrando por heridas tanto en su rostro como en sus brazos, muñecas, piernas y pies. Todo su cuerpo evidenciaba el castigo de haber sido arrastrado por el terreno de la sabana. 
—¡Patrón! Aquí esta —dijo Ramon, bajándose del caballo, quien era el quien llevaba a Hilario atado a su caballo. 
La señora Eustaquia estaba esperando en el patio de su casa acompañada de Don Juan, solo miro sorprendida al que varios minutos atrás era su hijo y la luz de su vida, con miedo y angustia. No sabía realmente como sentirse, lo que su hijo había hecho era una abominación, un hijo no podía levantarles la mano a sus padres, eso era un pecado imperdonable, y el suyo había matado a su propio padre, sentía como si todo estuviera siendo un castigo divino o una maldición salida del mismísimo infierno. 
Don juan, miro a Hilario, llorar y pedir auxilio desconsoladamente, pero no sintió ningún gramo de compasión por su nieto, su rabia y decepción lo habían cegado y estaba decidido a cobrar la muerte de su hijo. 
Luego de unos segundos, Eustaquia rompió nuevamente en llanto, al ver la desesperación con la que parecía gritar su hijo, no podía verlo así, pero tampoco podía evitar el castigo que su abuelo había preparado para él, sabía que su hijo necesitaba ser castigado. 
Fue acompañada al interior de la casa por don Juan, para que no siguiera sufriendo viendo aquella escena por demás de desgarradora, don Juan, sabía que era mucho con lo que tenía que cargar la señora, como para ver lo que estaría por hacerle a su hijo. 
—Tranquila vieja, que no le voy a quitar a su hijo también, pero ese perro malnacido, tiene que aprender y esta vez será por las malas —dijo don Juan, antes de abandonar a Eustaquia en su habitación. 
Don Juan, salió de la habitación y vio un recipiente de ají picante y en la mesa de la cocina junto a una botella de ron. Tomo ambas botellas y se dispuso a regresar al patio. 
—¡Así te quería ver! ¡desgraciado! —soltó don Juan, con veneno y maldad. Al acercarse a su nieto. 
—¡Ya abuelo! ¡Ya! —suplicaba Hilario, aun sostenido del caballo y amarrado. 
—¡Beba! ¡Beba! Sea hombre —devolvió don Juan, agachándose y obligando a Hilario a tomar del ron —¡beba! Que se bien que le gusta. 
Hilario, se ahogó con el trago de ron, escupiendo parte del trago manchado de gotas de sangre. Al parecer tenía algunas costillas rotas. Pues cada vez que tosía, escupía sangre. 
—¡Ya Abuelo! ¡se lo suplico! —lloraba Hilario, con un dolor que recorría cada parte de su cuerpo, apenas pudiendo articular palabras. 
Don Juan, lo observo en silencio por unos minutos, mientras los peones seguían allí, sin emitir sonido alguno ni moverse. 
—Levántenlo y amárrenlo, para que se mantenga de pie —indico, Don Juan, mientras se retiraba un momento. Dejando a los peones hacer su trabajo. 
Al cabo de unos de unos minutos, lo peones habían amarrado a Hilario, al tronco de un árbol, con su rostro viendo directamente hacia el árbol, dejando su espalda completamente expuesta. 
Don Juan, regreso acompañado de un par de perros guardianes que durante el día se tenían amarrados alejados de las personas, por ser muy peligrosos, eran perros que el mismo había criado y había dado a su hijo, Vicente, para que cuidaran la casa durante las noches o cuando no quedara nadie en ella. 
Los perros ladraban sin cansancio llenando la noche del eco que causaban sus constantes ladridos. 
—¿¡Sabe nieto!? Cuando yo estaba chiquito, mi papá me decía que el día que un hijo le pegara a su propio padre, era porque estaba poseído por el diablo —dijo calmado don Juan— ¡y yo se lo voy a sacar! —continuo antes de sacar un látigo de un costado de su pantalón y azotar a Hilario en la espalda, rompiendo lo que quedaba de su camisa. El sonido del látigo rompió en medio de la noche que ya había llegado al azotar la piel de Hilario desgarrándola en el proceso. 
Hilario, soltó un grito de dolor y desesperación, podía sentir el ardor de su carne expuesta y el calor de la sangre que empezaba a brotar, pero no le dio tiempo de superar el dolor cuando, fue azotado nuevamente, obligándolo a soltar un nuevo grito de dolor. 
—¡Mamá! —pidió a gritos, con sus cuerdas vocales casi dañadas de tanto gritar y quejarse. 
En el interior de la casa, Eustaquia, lloraba y se tapaba los oídos, presionando sus manos contra ellos, al escuchar el dolor desgarrador en los pedidos de auxilio de su hijo. 
—¡Mato a mi hijo! —soltó Don Juan, lanzando un nuevo latigazo contra Hilario, creando una nueva herida y un nuevo grito de dolor por parte de Hilario. 
—¡Mato a su propio Padre! —grito Don Juan, propinándole un nuevo latigazo con cada palabra, dañando cada vez la espalda de Hilario, quien ya no podía seguir gritando, ya sus quejas se habían convertido en intentos de guturales y desgarradores. 
Don Juan, continúo azotando a Hilario, hasta que su mano se cansó de sostener de sostener el látigo. 
La espalda de Hilario, había quedado completamente destruida, llenas de marcas y azotes, la sangre destilaba y manchaba cada parte de su cuerpo, su ropa completamente rasgada e inservible. 
Don Juan, al ver estado en el que había quedado Hilario, ordeno a sus peones desamarrarlo. 
Hilario, cayo, inerte y desmayado al suelo, producto del fuerte dolor y la increíble pérdida de sangre. 
—¡Levántese! que yo sé que todavía tiene al demonio con usted —grito don Juan, al acercarse a su nieto. 
Don Juan, no obtuvo más que un leve quejido apenas audible. Tomo la botella de ají picante y empezó a rociarlo sobre las heridas en el cuerpo de Hilario. 
Quien volvió a la vida, repentinamente, quejándose y revolcándose en el suelo, gritaba y se quejaba con todas sus fuerzas, destruyendo por completo sus cuerdas, se revolcaba en su lugar, cada gota de ají picante, que tocaba su piel lo quemaba, ardía y le carcomía, generando una desesperación agonizante, mientras su abuelo gastaba todo el contenido del ají picante sobre Hilario, ya había dejado de pedir ayuda, sabía que estaba solo y que nada de lo que hiciera lo iba ayudar, había matado a su padre. Y dios se había olvidado de él. 
—¡Ayúdenlo a levantarse! —ordeno Don Juan, a sus peones, lagrimas se empezaban asomar en las comisuras de sus ojos, sabía que lo que estaba haciendo era algo demasiado cruel, pero su nieto tenía que aprender que, a un padre, no se tocaba y mucho menos se mataba. 
Luchando contra toda su voluntad de echarse a morir justo allí, Hilario, se puso de pie con la ayuda de los peones, su cuerpo todo maltratado y temblando de dolor. Su conciencia estaba por abandonarlo, nunca había sentido tanto dolor. Estaba al borde de volver a perder la conciencia. 
Levanto su rostro, mientras lágrimas de silencio caían por el rostro herido y ensangrentado, podía oír aun a los perros, ladrar, nunca dejo de escucharlos, ya que nunca se callaron. 
—¿¡Los oye!? ¿no es cierto? —inquirió don Juan— saben lo que usted hizo, saben que tiene al diablo adentro. 
Hilario, solo miro los ojos brumosos de su abuelo, un hombre al que nunca había hecho nada, pero igual nunca le importo realmente lo que fuera de su vida. Quería gritarle y decirle que parara, pero ya no tenía fuerza de seguir gritando. 
—¡Corra! Hilario ¡Corra! sí quiere seguir viviendo —dijo Don Juan, mirando fijamente a su nieto. Rabia y dolor eran claramente en la mirada de su nieto. 
Hilario, fue soltado por los peones y con su último suspiro de voluntad, intento correr, pero sus pasos eran cortos y torpes, pero aun así siguió intentándolo, sin mirar atrás. Dejando que su rabia le diera un impulso más, cuando su cuerpo empezó a reaccionar. Escucho a su abuelo decir que los soltaran. 
Pudo escuchar a los perros, corriendo y ladrando detrás de él, sabía que esos perros eran peligrosos y que si lograban alcanzarlo no saldría de esa. 
Corrió con todas sus fuerzas, pero no fue suficiente, justo antes de llegar al camino de monte, fue alcanzado por los perros, a los cuales les costó el mínimo esfuerzo derribarlo. 
Hilario gritaba, agonizante, mientras sentía como los perros encaban sus afilados colmillos en su carne y le arrancaban la piel en pedazos. Hilario grito y grito de dolor hasta que perdió el conocimiento, mientras aun los perros seguían repetidamente mordiendo su cuerpo inerte. 
Eustaquia, quien había abandonado su habitación y observaba en silencio la agonía de su hijo a la distancia. 
—¡Maldito serás el resto de tu vida!... pues ni esta vida ni en la otra encontraras descanso, de todas tus penas —vocifero, antes de volver llorando al interior de su vivienda. 

 




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