El olor a podrido lo guió hasta él.
Dereck había salido de la escuela con el diario de Sarah escondido entre sus cuadernos, decidido a encontrar las rosas blancas mencionadas en las últimas páginas. Pero en lugar de flores, encontró un aroma dulzón y putrefacto que serpenteaba desde el callejón junto a la ferretería.
Allí, entre montones de basura y botellas rotas, estaba el Viejo Tom.
El hombre era más sombra que persona, envuelto en capas de ropa mugrienta que le colgaban de los huesos como piel suelta. Su barba, una maraña gris llena de nudos y restos de comida, le llegaba hasta el pecho. Pero eran sus ojos lo que hizo que Dereck se detuviera: blancos como huevos podridos, sin pupila visible, pero que sin duda lo estaban mirando.
—Tú —gruñó el viejo, señalando a Dereck con un dedo torcido donde las uñas habían crecido en espiral—. El niño roto.
El aliento de Tom olía a carne en descomposición. Dereck dio un paso atrás, pero el anciano se abalanzó con una agilidad que no cuadraba con su apariencia, agarrando su muñeca con una fuerza sorprendente.
—Escucha, escucha —susurró, escupiendo trozos de algo negro entre los dientes—. Las paredes te hablan, ¿no es cierto? Te llaman por tu nombre en la noche.
Dereck sintió un escalofrío. ¿Cómo lo sabía?
Tom soltó una risa que terminó en un ataque de tos. Cuando apartó la mano de la boca, el pañuelo quedó manchado de un rojo brillante.
—Ellos siempre eligen a los que escuchan —continuó, arrastrando a Dereck hacia el fondo del callejón, donde la luz del sol no llegaba—. Tu hermano no es el primero. Tu madre no será la última.
En la pared de ladrillos, alguien había garabateado símbolos con lo que parecía ser carbón o sangre seca. Dereck reconoció uno: la figura encapuchada de los dibujos de Sarah.
—¿Quiénes son "ellos"? —preguntó Dereck, aunque una parte de él ya sabía la respuesta.
El Viejo Tom se inclinó hasta que sus labios, agrietados y cubiertos de llagas, rozaron la oreja de Dereck:
—Los Hambrientos. Los que esperan bajo las rosas. Los que le susurran a tu hermano por las noches.
Un escalofrío recorrió la columna de Dereck. Liam. Las pesadillas. Los murmullos.
De pronto, Tom abrió su abrigo. En el forro interior, docenas de fotos amarillentas estaban prendidas con alfileres. Niños. Todos niños. Algunas imágenes tenían círculos rojos alrededor de las caras.
—Los elegidos —tose el viejo—. Cada diez años. Desde 1823.
Dereck reconoció una foto reciente: era Lina, la hermana de Mary, sonriendo frente al pozo del bosque. Su imagen estaba marcada con un círculo.
—¿Por qué a ellos?
Tom cerró el abrigo bruscamente cuando un ruido de pisadas resonó en la entrada del callejón.
—Sangre —escupió—. Tienen que ser de la sangre. La línea debe continuar.
Las pisadas se acercaban. Dereck distinguió el taconeo característico de Claire.
El Viejo Tom empujó a Dereck contra la pared, su voz ahora urgente:
—Escúchame bien, niño roto. Tu hermano ya está perdido. Tú aún no. Busca el pozo donde Sarah dejó la verdad. Pero no vayas de noche. Nunca de noche. Porque entonces...
Un chorro de sangre brotó de su nariz.
—...ellos te oirán venir.
Claire apareció en la boca del callejón, su silueta recortada contra la luz del sol.
—¡Dereck! —llamó, con esa voz que fingía preocupación pero que rezumaba control—. ¿Qué haces aquí?
Cuando Dereck volvió a mirar al Viejo Tom, el anciano estaba arrinconado, temblando, sus ojos blancos mirando más allá de Claire como si viera algo detrás de ella.
—No, no, no —murmuraba, haciendo una señal de cruz en el aire—. Ya viene. El que no tiene boca.
Claire agarró a Dereck del brazo con uñas que se clavaron en su piel.
—No deberías hablar con este... indigente —dijo, arrastrando la última palabra como si fuera un insulto—. Viene de una familia de locos. Su hijo desapareció en los 80. Se volvió paranoico.
Mientras Claire lo alejaba, Dereck miró por última vez al Viejo Tom. El anciano había sacado algo de entre sus capas: un hueso pequeño, blanco, pulido por el tiempo. Lo alzó hacia Dereck en un gesto que podía ser una ofrenda o una advertencia.
Y justo antes de que el callejón desapareciera de su vista, Dereck juró ver una figura alta y oscura desprenderse de las sombras detrás de Tom, alargando unos brazos que terminaban en nada.
Esa noche, mientras se acostaba, Dereck encontró un trozo de papel debajo de su almohada. En él, escrito con una letra temblorosa:
"Las rosas blancas crecen donde enterraron a los que hablaron demasiado. Busca bajo la piedra que no pertenece."
Y dibujado debajo, el mismo símbolo que había visto en el diario de Sarah:
Una figura encapuchada.
Y a sus pies, un niño roto en siete pedazos.