«La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, desciendan sobre vosotros... Amén».
La gente empieza a retirarse de la iglesia, sin embargo el hombre de pulcro vestir, se pone de rodillas sobre el reclinatorio. No está orando, ni mucho menos, tan sólo observa de reojo como el Padre Bernard se empieza a retirar hacia el despacho.
Desde la otra hilera, una joven monja domínica observa al hombre, su corazón se siente enternecido por quien cree, es un leal devoto.
Deja el rosario y la Biblia sobre sobre el asiento, y camina muy despacio hasta llegar junto al hombre.
Él se incorpora rápidamente en cuanto nota la presencia de la religiosa.
—Perdone si lo interrumpí —masculla nerviosa— Sólo quería decirle, que me da mucho gusto que aún existan personas como usted.
—No se preocupe, ya había terminado lo que debía hacer —dice con una sonrisa ensayada en los labios, como normalmente hace— ¿A qué se refiere con que ya no hay personas como yo?.
—Devotos... Cada vez menos personas vienen a la iglesia, la mayoría de los que aún lo hacen, lo toman solo como algo rutinario, en cambio usted... Usted emana mucha fe.
—Es que soy un gran creyente. ¿Quién sino Dios hubiese podido crear este mundo?.
La monja lo observa atónita, la admiración que sentía por ese hombre hace algunos minutos, ahora se ha vuelto casi idolatría.
—¡Es usted un hombre muy sabio! —dice emocionada— No sé porque no lo había visto antes por aquí.
—No venia a Palazzo desde hace mucho, viví aquí hace años, pero ahora todo luce diferente —su alegre expresión, cambia por una exagerada muestra de dolor y añoranza.
La ingenua domínica, lo observa con lástima y coloca un brazo un su hombro.
—Donde quiera que haya estado, ya está de vuelta. Es un honor tener a alguien como usted en esta iglesia.
—¡Se lo agradezco tanto, hermana! —exhala casi al borde de las lágrimas — El lugar en donde estuve, era muy sombrío. Una ciudad de corazón negro.
—¿Una ciudad, es aquí, en Sinus?.
—Sí... La horrible capital.
—¿La capital? —titubea incrédula.
—Si, Ripper es un lugar horrible, estuve allá por mucho tiempo, y solo pensaba en volver aquí.
—Es la primera persona que me dice algo negativo de la capital —murmulla cabizbaja, como si decir aquellas palabras fueran un pecado capital.
—¿Usted nunca ha estado allá, hermana?.
—No... Nunca, soy de Bissnirá, estuve en Lyshatra, Aline, Jhulia, Tassio, incluso en la Costa Este, sin embargo lo más cerca que he estado de la capital, es Grethel.
—Me da gusto que no haya estado en ese repudiable lugar, alguien como usted no merece tal castigo.
El rostro de la joven se ilumina, como si acaba de recibir las llaves del mundo en sus manos.
El misterioso hombre vuelve la vista hacia el altar principal y detiene la vista en la imagen de la Virgen De Fátima, que está sobre el trono sacerdotal.
—¿Es hermosa no es así? —la monja vuelve a interrumpirlo.
Esta vez, un fastidio real empieza a crecer en la nuca del bien vestido, pero trata de disimular sus malos deseos.
—Es hermosa, de verdad, yo vivía aquí cuando trajeron esta imagen.
—¿En serio?.
—Sí, estuve muy impaciente por su llegada, fui la primera persona en verla aquí, en Palazzo.
—¿La primera persona no debió ser el Obispo?.
—Tal vez —responde apretando exageradamente la mandíbula— Estoy seguro que fui la primera persona en verla. Bueno, ahora debo retirarme, ha sido un enorme placer conocerla ¿Hermana?.
—¡Blomst! —se apresura a decir— Soy Anerin Blomst.
—¿Blomst?.
Empieza a escanear com la vista a la muchacha, tratando de encontrarle un parecido a "aquellas mujeres", sin embargo, las coincidencias parecen nulas.
—Sí, ese es mi apellido, pero no tengo nada que ver con las señoras que viven en la posada, ellos no son familiares míos.
Desde que llegó a la ciudad, la joven monja fue estigmatizada por tener el apellido de las "locas", aunque no era correcto decir sus frustraciones en voz alta, se sentía avergonzada de tener que compartir apellido con el trío de dementes.
El hombre se levanta del asiento, la aparentemente inútil conversación, le ha recordado el motivo principal por el que está de vuelta en ese pueblo.
—Fue un gusto, hermana Blomst, ahora sí debo retirarme.
—¡Espere!. Usted no me dijo cual era su nombre.
En un acto totalmente descuidado, él suelta las palabras antes de razonar con claridad.
—Julius Hal Brett.