El Silencio De Los Cuervos

Capítulo l "DONDE EMPIEZAN LOS ECOS DEL BOSQUE"

“A veces, el silencio no es ausencia de sonido, sino la forma más cruel de verdad.”

ARCO l:ECOS DEL BOSQUE..

El sonido de las hojas muertas bajo sus botas era lo único que se atrevía a romper el espeso silencio. Ni viento, ni pájaros, ni ramas crujientes. Solo él. Solo eso.

No sabía cómo había llegado allí. Tampoco su nombre, ni su rostro, ni siquiera la última vez que había sentido hambre o sueño. Todo lo que tenía era un libro en la mano izquierda. Sin título, sin letras, cubierto por una tela oscura que parecía absorber la luz. Lo cargaba con naturalidad, como si ese objeto hubiese sido parte de él mucho antes de que pudiera recordarlo.

El bosque que lo rodeaba no parecía quererlo allí. Los árboles eran delgados, negros, torcidos como si se retorcieran de dolor o culpa. Cada uno parecía inclinarse apenas él pasaba, como si sus ramas quisieran rozarlo, atraparlo o simplemente olfatear su culpa.

Y estaban los cuervos.

Docenas. Tal vez cientos. En silencio. Colgados de ramas desnudas como pensamientos suspendidos. Lo seguían con los ojos. No graznaban. No aleteaban. Solo estaban.

Uno de ellos lo observaba desde una rama baja. Sus ojos no eran del color de los cuervos comunes. No eran negros ni marrones. Eran rojos. Rojos como brasas encendidas en el centro de una noche eterna. El cuervo lo miró… y entonces él escuchó la primera voz.

Pero no fue con los oídos. Fue dentro. Como un pensamiento que no le pertenecía.

"Escucha".

El hombre —si es que lo era— se detuvo. Su respiración era tranquila, pero su pecho dolía como si lo hubieran abierto y olvidado cerrarlo. El cuervo saltó de la rama y voló en círculo sobre él, dejando una estela de plumas que no caían. Simplemente flotaban, como si la gravedad no las tocara.

Del suelo emergió una neblina espesa, densa como humo de vela, y con ella, una figura.

No tenía rostro, ni ojos. Solo una silueta negra de lo que parecía una niña. Flotaba apenas a unos centímetros del suelo, y cuando alzó el brazo, apuntó directamente al libro.

—No lo abras aún —dijo con una voz quebrada, como si hablara desde debajo del agua—. Primero, tienes que recordar por qué lo cerraste.

Él no respondió. No podía. La garganta le ardía, y un nudo invisible le ataba las palabras. Pero el libro en su mano comenzó a vibrar. Una pulsación. Un latido. Como si el corazón de algo —¿alguien?— estuviera aún allí dentro.

La figura de la niña desapareció en el aire como si nunca hubiera estado allí, y el cuervo rojo se posó nuevamente en una rama.

Entonces supo que no estaba soñando. Ni tampoco estaba despierto.

Estaba dentro de algo. Un espacio detenido. Un castigo. Un juicio. Pero… ¿por qué?

Siguió caminando. Los cuervos abrían paso, saltando de rama en rama, guiándolo hacia lo profundo del bosque. Allí, las raíces de los árboles formaban un laberinto irregular, como si el suelo mismo le pusiera trampas al camino. Cada paso era más pesado. Cada bocanada de aire sabía más a óxido.

Más adelante, vio algo.

Una estructura. Antigua. De piedra agrietada y madera húmeda. Una casa. No, una iglesia. Pero sin cruz, sin campanario, sin símbolo. Solo una puerta abierta. De dentro, una luz tenue, como la de una vela temblorosa.

Entró.

Las paredes estaban cubiertas de espejos. Todos rotos. Ninguno reflejaba su rostro. Solo sombras. Algunas lloraban. Otras gritaban sin sonido. Una… le sonreía.

El altar estaba vacío. Pero sobre él, descansaba una pluma negra. Una sola. Tan brillante como la noche, tan afilada como un cuchillo.

La tomó.

Y cuando lo hizo, escuchó todas las voces al mismo tiempo. Voces de hombres, mujeres, niños, ancianos. Voces superpuestas como si hablara un mundo entero por dentro.

—El silencio es la llave. —dijeron al unísono.

El libro en su mano se abrió sin su ayuda.

Y dentro no había páginas.

Había un mapa.

Un bosque. Este bosque. Y marcado en su centro, un círculo de árboles sin hojas, con un símbolo dibujado en sangre: un cuervo con las alas extendidas, y en el pecho… un ojo.

Él tembló. No sabía por qué. Pero su alma sí lo sabía.

Era el lugar donde todo había empezado.

O peor aún...

Donde todo había terminado.




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