El Silencio De Los Cuervos

Capítulo 12 "EL ECO DE LOS OTROS."

“Lo que callamos se multiplica hasta que alguien más lo grita por nosotros.”

Arco II: El Grito de los Cuervos.

Elías despertó en un claro que no reconocía. El suelo no era tierra, sino madera astillada, como si hubiese caído en el interior hueco de un árbol gigantesco. El aire olía a resina, a sangre y a humo antiguo. Sobre él, en lo alto, se entrecruzaban ramas que formaban un techo impenetrable. No había cielo, solo un nido inmenso de sombras.

No estaba solo.

Frente a él, sentada en silencio, una mujer lo observaba. Su cabello negro caía hasta el suelo, y sus labios estaban cosidos con un hilo plateado que brillaba como si fuera recién forjado. Aun sin hablar, sus ojos decían más que cualquier grito: eran pozos de dolor y memoria. Elías comprendió, sin que nadie se lo explicara, que aquella era la mujer sin voz.

—¿Tú también… estás atrapada? —preguntó él.

Ella no respondió. Solo levantó una mano y señaló a su costado. Allí, casi invisible en la penumbra, estaba un muchacho cubierto de vendas. Sus ojos, ocultos bajo las gasas manchadas, parecían cerrados para siempre. Sin embargo, cuando Elías dio un paso, el joven habló con una voz rasposa:

—Tus pasos son pesados. Cargas más silencio del que puedes sostener.

Elías retrocedió, sorprendido. El joven rió suavemente, como si hubiera escuchado algo más allá de sus palabras.

—No necesito ver para reconocer el eco. Tú también lo llevas dentro. Y grita más fuerte que los cuervos.

Elías apretó el libro contra su pecho. No supo si aquello era un encuentro real o una manifestación más del bosque. Pero había algo en esos dos que lo retenía, como si compartieran la misma condena.

Antes de poder preguntar nada más, el sonido estalló.

Los cuervos gritaron.

Miles de gargantas negras rasgaron el aire al mismo tiempo. No era un graznido común; era un coro. Voces humanas y animales entremezcladas, un lamento y un reproche. El sonido venía de todas partes, y aun así parecía salir de sus propios huesos.

Elías cayó de rodillas. Tapó sus oídos, pero las voces se filtraban por dentro.

—¡Elías! —escuchó claramente en medio del ruido—. ¡Elías Silas!

El nombre atravesó su pecho como un cuchillo. El libro en sus brazos se abrió solo, mostrando una página en blanco donde, lentamente, las letras comenzaron a dibujarse:

“Silas, el que calló cuando debía gritar.”

El muchacho vendado se acercó y, aunque no podía ver, puso una mano sobre el hombro de Elías.

—Ya no puedes ocultarlo. El bosque lo sabe. Nosotros también.

La mujer sin voz intentó hablar, pero de sus labios cosidos solo brotó un murmullo ahogado, como si su garganta fuera un pozo lleno de agua. Sus ojos suplicaban, gritaban sin sonido. Elías sintió que, de alguna manera, su silencio estaba ligado al suyo propio.

Los cuervos seguían gritando. Cada eco se transformaba en memorias: una puerta cerrada, una mano temblando, un rostro que se disolvía en el humo. No eran solo recuerdos suyos. Eran de todos los que habían callado.

Y entonces lo entendió: el bosque no quería que caminara solo. Quería reunir a todos los marcados por el silencio. Sus culpas no eran individuales, sino parte de un coro.

Elías se levantó, con los ojos ardiendo. El grito de los cuervos lo desgarraba por dentro, pero en medio del dolor, descubrió algo: ya no estaba huyendo únicamente de sí mismo. Ahora estaba ligado a ellos.

La mujer sin voz.
El joven vendado.
Los cuervos.

Todos eran parte del mismo juicio.

El bosque no buscaba un culpable. Buscaba un testigo.

Y el primero en hablar, tendría que ser él.




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