“Un nombre no es solo lo que eres. Es lo que nunca dijiste en voz alta.”
Arco II: El Grito de los Cuervos.
El eco de su nombre seguía resonando, rebotando en las raíces, en el aire, incluso dentro de su pecho. Elías Silas. El bosque lo había gritado como si quisiera arrancarle la piel. La balanza de hueso temblaba, y cada sombra alrededor se inclinaba hacia él, esperando.
Elías abrió la boca, pero nada salió. Su garganta era un muro. La mujer sin voz lo miraba con lágrimas que no podía llorar; el joven vendado lo sostenía del brazo, como si pudiera sentir la batalla dentro de su pecho.
—No es el bosque quien te juzga —dijo el muchacho—. Eres tú mismo.
Elías cayó de rodillas. El libro se abrió frente a él, y esta vez no mostró frases extrañas ni imágenes distorsionadas. Solo una palabra repetida: SILAS. Cada letra estaba grabada con fuego.
Las sombras comenzaron a acercarse. Una a una, repetían su nombre en un murmullo creciente, como un enjambre de ecos. Elías. Silas. Elías. Silas. El sonido se volvió insoportable, y cada sílaba parecía arrancarle un trozo de piel.
Entonces llegó la visión.
La puerta otra vez. El picaporte frío en su mano. El humo filtrándose por las rendijas. Y del otro lado, una voz que lo llamaba con desesperación:
—¡Elías! ¡No me dejes!
La mano de su yo más joven temblaba, y luego… soltaba el picaporte. El silencio absoluto. Elías gritó y golpeó la puerta, pero ya era tarde. La memoria se partió en mil fragmentos, y cada uno se clavó en su cuerpo como una astilla.
—¡No! —rugió, apretando el suelo con los dedos—. ¡No fue cobardía, fue miedo! ¡Tenía miedo!
Los cuervos lo escucharon. Su coro cambió, de acusación a un clamor de furia. Las alas golpeaban como un tambor de guerra. La balanza se inclinó, y el badajo de la campana oxidada apareció flotando sobre el altar.
Elías levantó la cabeza. Su voz, quebrada y herida, al fin logró abrirse paso:
—Yo… soy… Elías Silas.
El eco explotó en el claro. El fuego se elevó hasta tocar el techo de ramas. Las sombras se desgarraron, algunas liberadas, otras multiplicadas. La mujer sin voz se inclinó hacia él; el joven vendado apretó su hombro.
Pero el bosque no celebró. No hubo descanso. Solo un silencio denso, cargado, que duró lo suficiente para helarle la sangre.
Luego, los cuervos gritaron otra vez.
Un grito distinto, más oscuro, más profundo. Como si al pronunciar su nombre, Elías hubiera abierto la puerta no solo de sus culpas, sino de algo mucho más antiguo.
El juicio había cambiado de rostro.
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psicologia misterio, pasado oculto, desconfianza a los desconocido
Editado: 18.09.2025