“Hay gritos que no salen de la garganta, sino de la piel, del aire, de todo lo que calló demasiado tiempo.”
Arco II: El Grito de los Cuervos.
Elías despertó sobresaltado en medio de la noche. El fuego del claro se había extinguido por completo y, sin embargo, sentía un calor sofocante que le quemaba los pulmones. Se llevó la mano al pecho y notó que la piel ardía, como si su propio nombre estuviera grabándose en su carne.
Abrió los ojos del todo y vio algo imposible: la sombra de un cuervo se extendía por su piel, avanzando desde el hombro hasta el corazón, con alas negras que se movían aunque no había luz para proyectarlas.
La mujer sin voz lo observaba desde la distancia, con lágrimas invisibles resbalando por su rostro. El joven vendado estaba en pie, pero se mantenía inmóvil, como si esperara algo que aún no quería nombrar.
—El bosque responde… —dijo con un tono grave, tan distinto que parecía no ser suyo.
Entonces ocurrió.
Los árboles comenzaron a crujir, uno tras otro, como huesos partiéndose en la oscuridad. El murmullo que había sentido la noche anterior se transformó en un rugido contenido, un eco que no provenía de un solo lugar, sino de todos a la vez. El bosque respiraba.
Elías intentó hablar, pero su voz se quebró. Frente a él apareció una figura que no podía ser real: un reflejo suyo, de pie entre los troncos, con los ojos completamente negros y la piel marcada por las mismas sombras aladas que él llevaba en el pecho.
—Elías Silas… —dijo la figura, con su propia voz multiplicada y distorsionada—. Tú me has liberado.
Los cuervos se alzaron de golpe, oscureciendo el cielo. Sus alas formaron una nube que parecía devorar la luna, y cada aleteo era un grito que desgarraba la mente. Elías sintió que se partía en dos: la visión lo arrastraba hacia la locura, pero la realidad ardía con la certeza de que algo tangible había despertado.
Se arrodilló, apretando el libro contra su pecho. El reflejo dio un paso hacia él y, con cada movimiento, el suelo se agrietaba como si no pudiera sostener esa presencia.
El joven vendado se interpuso, levantando su mano temblorosa.
—No mires. No escuches. Si aceptas su voz, dejarás de ser tú.
Pero Elías no podía apartar la vista. Porque en ese reflejo no solo veía su condena… también veía la fuerza que anhelaba, la respuesta a todo lo que el bosque le había arrebatado.
El silencio del claro se quebró con un grito de cuervos tan desgarrador que no parecía pertenecer a este mundo. Y en ese instante, Elías entendió que ya no luchaba solo contra sus recuerdos: luchaba contra su propia sombra, liberada para reclamar lo que siempre había sido suyo....
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Editado: 18.09.2025