El Silencio De Los Cuervos

Capítulo 17"ENTRE EL GRITO Y EL SILENCIO."

"un gritó de agonia no signica la rendición,sino una liberación."

Arco II: El Grito de los Cuervos.

Elías cayó de rodillas, con el libro abierto en sus manos. Las letras parecían arder, borrándose y reapareciendo como si fueran escritas por un pulso invisible. El reflejo frente a él dio un paso más, y las grietas en el suelo se abrieron, dejando escapar un murmullo grave, como un lamento antiguo que llevaba siglos esperando.

La mujer sin voz se arrodilló a su lado, y aunque de sus labios no salió sonido alguno, su mirada hablaba con la urgencia de mil palabras. Le tomó la mano, y en ese contacto Elías sintió calma, una resistencia frágil pero real contra la tormenta que lo devoraba.

El joven vendado, en cambio, levantó su brazo en dirección al reflejo. Sus vendas comenzaron a oscurecerse, como si absorbieran la luz misma, y gritó con una voz quebrada:
—¡No escuches al eco! ¡Ese grito no es tuyo, Elías!

Pero el reflejo sonrió.
—¿No es mío? —su voz era idéntica a la de Elías, pero multiplicada, como si un coro de sombras hablara al unísono—. ¿Cuánto has callado? ¿Cuánto has enterrado en este bosque sin nombre? Yo soy todo lo que no dijiste, todo lo que negaste. Soy tu grito.

Elías sintió el corazón desgarrarse. Cada palabra del reflejo era cierta, como un cuchillo que cortaba desde adentro. Había vivido en silencio, atrapado en un bosque que no lo dejaba hablar ni recordar quién era. Y, sin embargo, ahí estaba esa sombra, ofreciéndole una salida: un rugido que rompería la prisión del silencio, aunque con ello arrasara todo.

Los cuervos, suspendidos sobre ellos, comenzaron a graznar al unísono. El cielo se volvió una tormenta de alas negras. El grito de los pájaros no era solo ruido: era una memoria compartida, un dolor antiguo que atravesaba a todos los presentes.

Elías apretó los dientes y miró primero a la mujer sin voz, que lo sostenía como si él fuera su única esperanza, y luego al joven vendado, que resistía con todas sus fuerzas la influencia del reflejo. Ambos lo necesitaban. Ambos lo llamaban.

Pero al mismo tiempo, la sombra le tendía la mano. Y en ese gesto no había cadenas, solo una promesa:
—Si me aceptas, nunca más serás débil. Nunca más tendrás que callar.

Un trueno quebró el bosque, aunque no había tormenta. Elías alzó el rostro hacia el cielo cubierto de cuervos, con lágrimas mezcladas de miedo y rabia. Por primera vez sintió que el grito nacía en su garganta, y debía decidir: entregarlo a sus aliados, o entregarlo a su reflejo.

El silencio se tensó como una cuerda.
Y en ese borde frágil, el bosque entero pareció contener la respiración.




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