Arco III — La Elegía de los Cuervos
“Todo lo que vuela entre sombras alguna vez fue parte del cielo.”
Elías caminaba hasta donde el bosque se disolvía en la niebla.
Detrás de él quedaban las raíces húmedas, los árboles renacidos y el eco de las voces que el viento había guardado.
Frente a él, una llanura blanca se abría como una página en blanco.
El silencio era profundo, pero no vacío.
En él resonaba algo antiguo, una cadencia que reconocía sin saber de dónde.
Y entonces, los oyó:
los cuervos.
Cientos, tal vez miles, volando sobre la bruma. No graznaban.
Cantaban.
Un canto bajo, melódico, grave, que parecía hecho de ecos y despedidas.
Elías los observó elevarse y, en ese instante, lo comprendió todo:
Los cuervos no eran heraldos de muerte, sino portadores de memoria.
Cada uno de ellos guardaba un fragmento del alma de quienes habían caído en el bosque, cada uno llevaba una historia que se negaba a desaparecer.
Y cuando él pronunció su nombre, cuando gritó, cuando calló, ellos respondieron.
Lo habían guiado no para castigarlo, sino para enseñarle a recordar sin miedo.
La mujer sin voz se acercó una última vez. Sus ojos ya no tenían brillo humano: eran reflejos del cielo y del fuego, del comienzo y del fin.
Con el dedo, escribió sobre el aire una palabra que se quedó suspendida como humo:
“Gracias.”
Elías sonrió.
El reflejo dentro de él ya no hablaba, pero su presencia era una calma serena, un pulso compartido.
Miró al horizonte.
El canto de los cuervos crecía, y con él, la luz.
Elías dio un paso hacia adelante.
El suelo desapareció bajo sus pies.
Y el viento —ya sin sombra ni peso— lo elevó con ellos.
Por primera vez, no sintió miedo de caer, porque entendió que nunca había estado solo:
su voz, su reflejo, el bosque, y los cuervos eran la misma historia contándose a sí misma una última vez.
Mientras ascendía, el cielo se abrió como un libro que volvía a escribirse.
Y en su última página, brillaban solo tres palabras:
“El silencio vive.”
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Editado: 08.11.2025