🕯️ Arco III — La Elegía de los Cuervos
“Toda llama deja un susurro… y todo susurro, un recuerdo.”
El bosque estaba mudo.
Solo el viento, arrastrando la ceniza entre los troncos, parecía recordar que allí alguna vez existió la vida. Elías caminaba despacio, como quien no busca llegar, sino entender. Bajo sus pies, la tierra ya no ardía: respiraba. Era una herida abierta, cicatrizando a fuerza de silencio.
El libro seguía en sus manos, sucio, cubierto de polvo y ceniza, pero aún vivo. Las páginas que antes ardían ahora parecían contener un pulso débil, como si en su interior quedaran ecos de los gritos que el bosque había devorado.
Elías lo abrió, esperando encontrar su nombre otra vez. Pero donde antes había letras, ahora solo había una página en blanco… y un leve olor a humo.
—Así que eso queda cuando se apaga el fuego —murmuró.
A lo lejos, una figura se movía entre los árboles: el joven vendado. Sus pasos ya no eran torpes; se guiaba como si el bosque lo reconociera. Cuando se acercó, su voz sonó más firme que antes:
—Todo lo que fue destruido intenta contarse de nuevo. Pero los nombres nuevos siempre nacen del polvo.
Elías levantó la vista.
—¿Y qué pasa con los antiguos?
El joven sonrió, aunque sus ojos seguían ocultos.
—Se convierten en ceniza… o en canción.
Elías cerró el libro.
No sabía cuál de las dos cosas sería él.
El aire estaba más frío, y los cuervos, por primera vez, no graznaban. Volaban en círculos sobre un claro distante, como si velaran algo.
Elías lo sintió: aquel lugar lo llamaba.
Cuando llegó, vio en el suelo una piedra ennegrecida, partida en dos. Sobre ella, alguien —quizás él mismo, quizás el reflejo— había tallado una frase:
“Aquí duerme el fuego que no quiso morir.”
Elías se arrodilló.
El reflejo dentro de él volvió a murmurar, no como amenaza, sino como lamento:
—El fuego no muere, Elías. Solo cambia de nombre.
Entonces comprendió.
El bosque no había sido destruido. Había sido purificado.
El viento sopló con fuerza y las cenizas se elevaron, danzando como miles de plumas oscuras. Algunas adoptaron formas de rostros conocidos: el de la mujer sin voz, el del joven, incluso el suyo. Eran fragmentos que el fuego había devuelto al aire.
Y en ese instante, entre la bruma gris, escuchó un canto.
No era humano. No era de este mundo.
Era el eco de los cuervos, entonando una melodía fúnebre, pero hermosa, como un réquiem para lo que fue.
Elías alzó la mirada, sintiendo que cada nota atravesaba su pecho.
No era un adiós.
Era el comienzo del lamento.
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psicologia misterio, pasado oculto, desconfianza a los desconocido
Editado: 08.11.2025