🕯️ Arco IV — Los Ecos del Ocaso
“Toda campana tiene un dueño, incluso si nadie la toca.”
Elías cruzó la frontera del bosque al amanecer.
No recordaba cómo había llegado hasta el límite, ni qué lo había empujado a seguir caminando, pero sus pasos lo condujeron a un valle cubierto por una niebla espesa, casi plateada.
El aire olía a tierra húmeda y a metal oxidado, como si el tiempo mismo se hubiera detenido en ese lugar.
Frente a él se extendía un pueblo dormido.
Las casas, viejas y torcidas, parecían encorvarse unas sobre otras, sosteniéndose apenas.
Había ventanas abiertas que no dejaban escapar luz, puertas entreabiertas que parecían respirar.
Y sobre todo, el sonido: una campana solitaria, que sonaba a lo lejos, lenta y ritual, marcando cada atardecer aunque el cielo todavía no se hubiera apagado.
Elías la escuchó y algo dentro de él se estremeció.
Era un sonido familiar, como si lo hubiera oído antes, en una vida o un sueño.
Cada golpe del bronce vibraba dentro de su pecho, repitiendo su nombre en silencio.
—Elías…
Giró bruscamente. No había nadie.
Solo la niebla, deslizándose entre las calles como un animal curioso.
Caminó. Cada paso levantaba polvo y recuerdos.
El pueblo parecía reconocerlo; sentía las miradas detrás de las cortinas cerradas, el rumor de puertas que se abrían cuando pasaba, y un murmullo de voces apagadas que no pronunciaban palabras, sino respiraciones contenidas.
Al llegar a la plaza, vio la campana.
Colgaba del campanario de piedra negra, inclinada hacia un lado, oxidada y silenciosa.
Sin embargo, seguía oyéndola.
El sonido no venía del aire… venía de adentro de él.
Entonces comprendió algo:
la campana no anunciaba el paso del tiempo, sino su regreso.
Cada tañido era una bienvenida.
Una forma de recordar a los muertos que uno de ellos había vuelto a caminar entre los vivos.
Elías miró el horizonte cubierto de niebla y, por un instante, creyó ver siluetas moverse entre las calles, sombras con rostros que alguna vez amó o temió.
Todos esperaban algo.
Y cuando la campana sonó una vez más, más fuerte, más cercana, una frase resonó dentro de su mente:
“Los ecos no mueren, solo cambian de dueño.”
Elías levantó la vista hacia la torre.
Allí, entre la bruma, un cuervo lo observaba.
Pero no era el mismo de antes.
Este tenía los ojos blancos, vacíos, y en su pico sostenía un fragmento de campana rota.
Y por primera vez en mucho tiempo, Elías comprendió que el silencio no lo seguía…
Él era el silencio.
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psicologia misterio, pasado oculto, desconfianza a los desconocido
Editado: 08.11.2025