El Silencio De Los Cuervos

CAPÍTULO 2: LAS VOCES BAJO LA TORRE.

🕯️ARCO IV: Los ecos del ocaso

“No todos los que llaman a la campana buscan ser oídos.”

Elías avanzó hacia el campanario, siguiendo el tañido invisible.
Cada paso que daba sobre las piedras húmedas hacía eco, como si el suelo mismo intentara repetir su nombre. La niebla se apartaba solo lo necesario para dejarlo pasar, cerrándose detrás de él, envolviéndolo como un sudario tibio.

El pueblo dormido parecía un cuerpo sin alma.
Las casas, las calles, los pozos cubiertos de musgo: todo respiraba en un mismo ritmo apagado, como si aguardaran una señal.
Y en el centro, la torre.
La piedra estaba agrietada, cubierta de raíces que se enroscaban en espirales, ascendiendo como si intentaran sostenerla o asfixiarla.

Cuando Elías cruzó el umbral, la campana sonó una vez más.
Pero no fue un sonido: fue una voz.

“Llegas tarde, Silas.”

El eco retumbó en lo alto.
Elías levantó la mirada, buscando el origen. No había nadie.
Solo las escaleras en espiral que subían hacia la penumbra.

Subió.
Cada peldaño se sentía húmedo, vivo. En las paredes, nombres tallados: Aren, Liria, Samuel, Elías…
Eran decenas. Cientos.
Los nombres se repetían, borroneados, reescritos. Como si cada alma que había escuchado esa campana hubiera dejado su eco grabado en piedra.

Al llegar arriba, la vio: la campana rota, suspendida por cadenas oxidadas, goteando una sustancia oscura como tinta.
Y junto a ella, las sombras.

No eran figuras completas. Eran voces con forma.
Fragmentos de quienes alguna vez hablaron demasiado o callaron cuando no debían.
Una de ellas se acercó y susurró:

—El eco que oyes no es del bronce, sino de tus recuerdos.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó Elías, sintiendo el temblor en su garganta.
—Que escuches —respondieron al unísono.

Entonces las sombras se disolvieron y el sonido cambió:
Ya no era una campana, sino un corazón latiendo.
Y comprendió que la torre no tocaba el tiempo… tocaba el alma.
Cada campanada era una vida recordada, una culpa repetida.

Elías cayó de rodillas.
El libro en sus manos se abrió solo.
En la primera página, una frase nueva aparecía, escrita con una tinta que parecía respirar:

“Solo aquel que enfrenta su eco puede romper el ciclo del silencio.”

Y mientras el último tañido se desvanecía, el cuervo de ojos blancos descendió y dejó caer ante él el fragmento de campana.
El metal tocó el suelo con un sonido hueco, casi humano.

Elías alzó la mirada.
Por un instante, el reflejo dentro de él habló.
No con voz, sino con una sensación antigua, familiar:
la certeza de que aún no había terminado de morir.




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