El Silencio De Los Cuervos

CAPÍTULO 3: EL PÁRPADO DEL CIELO.

🕯️ ARCO IV: Los ecos del ocaso

“A veces, cuando el cielo parpadea, no es el sol lo que regresa… es la memoria.”

Elías no recordaba haber dormido, pero amaneció sentado frente a la torre, con las manos cubiertas de ceniza.
La niebla se había disipado, revelando un cielo color plomo, tan bajo que parecía rozar los tejados. El silencio del pueblo era distinto ahora: pesado, expectante, como si todos contuvieran la respiración esperando que algo —o alguien— volviera a despertar.

El campanario seguía allí, inclinado, pero el cuervo de ojos blancos ya no estaba. En su lugar, una grieta recorría la piedra, como una herida reciente.
Elías se levantó lentamente, con esa sensación amarga de quien ha sido testigo de algo que no debía ver.

A medida que caminaba por las calles, notó que los muros respiraban.
No en un sentido figurado: exhalaban niebla.
Cada ventana parecía un ojo entornado, cada puerta una boca cerrada con esfuerzo.
Y entre los muros, las voces.
No susurraban su nombre, sino fragmentos de frases, recuerdos inconexos, despedidas que no eran suyas.

—Nos prometiste volver…
—La campana no olvida…
—Él lleva el sonido dentro…

Elías apretó los puños. Sentía las palabras metiéndose en su piel, como si fueran tatuajes invisibles.
Todo en aquel lugar parecía querer recordarle algo que su mente no podía o no quería aceptar.

Entonces vio una sombra moverse bajo el campanario.
Era una figura encorvada, vestida con ropas de monje, el rostro cubierto por una máscara de madera agrietada.
Sostenía un cuenco con fragmentos de metal —eran trozos de la campana rota— y los iba colocando en el suelo, formando un círculo.

Elías dio un paso adelante.
La figura levantó el rostro y, con una voz que parecía venir desde el fondo de la tierra, dijo:

—Cuando el cielo parpadea… el sonido regresa a su dueño.

Y en ese instante, el aire se quebró.
El cielo tembló, como si un ojo gigantesco se abriera entre las nubes.
De él cayó una lluvia de ceniza, y las campanas —todas, incluso las que ya no existían— comenzaron a sonar.

Elías cayó de rodillas.
Cada tañido golpeaba dentro de su cabeza, recordándole fragmentos de un tiempo olvidado: el bosque, los cuervos, el rostro del hombre que calló por él.
Y entre los ecos, una sola certeza surgió como un grito:

El silencio no era el final… era el precio.

La figura del monje desapareció entre la bruma, dejando solo el círculo de metal brillante en el suelo.
Y dentro del reflejo de uno de los fragmentos, Elías vio algo imposible:
su propio rostro… observándolo desde dentro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.