Él Silencio de los Olvidados

Los que no están

Capítulo 2:

La noche cayó sin previo aviso, como si el sol se hubiese rendido antes de tiempo. Daniel encendió la linterna del móvil, aunque la batería marcaba un 12% que bajaba más rápido de lo normal. La casa parecía absorber no solo la luz, sino también el tiempo.

Entró en la cocina. El polvo cubría cada superficie como una piel envejecida. Los muebles, cubiertos con sábanas, parecían figuras fantasmas detenidas en medio de un ritual. Sobre la mesa, aún estaba el plato de cerámica donde Helena había dejado su último desayuno: una tostada a medio comer, ya endurecida por los años. Él no la había tocado en su huida. Había salido sin mirar atrás.

Pero ahora sí miraba.

Abrió el cajón de la alacena. Dentro, encontró una libreta con el nombre de su madre en la portada: Ariadna. Su caligrafía era inconfundible: firme, obsesiva, como si cada letra le costara sangre. La hojeó. La mayoría eran listas de compras, pequeñas notas domésticas… hasta que encontró una página arrancada cuidadosamente. Solo quedaba el borde irregular, y unas palabras al margen:

> “...si Daniel pregunta, no le digas nada. Él también está marcado.”

El estómago le dio un vuelco. Cerró la libreta y se quedó quieto, escuchando.

Pisadas.

Suaves. Arriba.

Helena.

Subió los escalones con el corazón galopando. El aire era más denso en el segundo piso. Las paredes parecían respirar. Una grieta enorme partía el pasillo en dos, como si la casa se hubiera abierto por dentro. Al final del corredor, la puerta de su hermana estaba entreabierta.

Empujó con suavidad. El rechinar metálico del pomo resonó como un grito.

Todo estaba intacto.

La lámpara en forma de luna sobre la mesita. Las paredes cubiertas de dibujos de árboles torcidos, cielos negros y ojos. Muchos ojos. Algunos tachados, otros conectados por líneas que no parecían tener sentido. En el centro, sobre el cabecero de la cama, colgaba una palabra escrita con carbón:
“Nosotros seguimos aquí.”

Daniel tragó saliva.

—¿Helena?

Nada. Solo el susurro del viento que parecía colarse desde el interior de las paredes.

Se giró. Había algo en el suelo. Un papel. Lo levantó con cuidado. Era un dibujo infantil: él y su hermana tomados de la mano. Detrás de ellos, una figura alta, sin rostro, envuelta en llamas negras. Y bajo sus pies, una frase escrita con la misma letra infantil de Helena:

> “Papá no murió. Él está en la otra casa.”

Daniel se quedó helado.

Su padre había muerto en el incendio. Eso era lo que todos dijeron. Eso fue lo que él creyó… ¿o quiso creer?

El móvil vibró. Una llamada. Número desconocido.

—¿Hola?

Silencio. Luego, una respiración agitada… y una voz infantil, distorsionada:

—Dani… no abras la puerta del sótano.

La llamada se cortó.

Giró la cabeza lentamente. Al final del pasillo, al pie de la escalera, la puerta del sótano —aquella que siempre estaba sellada con dos candados— ahora estaba entreabierta. Sin candado. Sin cerrojo. Como si alguien lo hubiera estado esperando todo este tiempo. Como si la casa quisiera hablar… al fin.

Pero Daniel no se movió. No aún.

Respiró hondo.

Sabía que si bajaba, no habría marcha atrás.

Y aún así… dio el primer paso.




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