Capítulo 4:
El sol asomaba entre nubes grises cuando Daniel cruzó el viejo camino que llevaba al pueblo. El aire tenía ese aroma que solo existe en los lugares donde el tiempo se ha estancado: tierra mojada, óxido, madera envejecida… y algo más. Algo que no sabía cómo nombrar. Algo que olía a recuerdo.
Valcarria seguía igual. O peor. Las fachadas desconchadas. Las calles vacías. Algunos locales con los cristales rotos, otros cerrados desde hace décadas. Pero no era un pueblo muerto. No todavía. Seguía respirando, aunque con esfuerzo.
Pasó frente a la vieja iglesia. La campana estaba oxidada, colgando torcida. Sintió un escalofrío al mirar el campanario. Juraría haber visto a alguien allí arriba. Una figura negra. Inmóvil.
Siguió caminando.
Lo encontró sentado frente al colmado. Mismo banco de madera. Mismo sombrero. Mismo rostro curtido por el sol y los años. Era como si el tiempo lo hubiera dejado allí para vigilar.
—Don Silvio —dijo Daniel.
El hombre levantó la vista. Lo miró largo rato. Luego escupió al suelo.
—Te dije que no volvieras nunca.
—No vine a quedarme.
—Sí viniste. Lo sé por tus ojos. Estás buscando algo… o alguien.
Daniel se sentó frente a él, como hacía de niño cuando le robaban el balón y se refugiaba allí.
—¿La casa… sigue igual?
Silvio se encogió de hombros.
—Igual no. Peor. Esa casa no es solo madera y concreto. Es un pozo. Y lo que está abajo no duerme. Solo se calma cuando no la miran. Pero tú la estás mirando, muchacho. Y ella te reconoce.
Daniel apretó los dientes.
—Vi algo… en el sótano. O alguien. Y un medallón. Mi padre tenía uno. Igual que yo.
Silvio entrecerró los ojos.
—Ese medallón no es tuyo. Es de la sangre que vino antes. De los primeros. Tu padre no lo encontró. Le fue entregado. Como se entrega una deuda. Como se entrega una maldición.
Daniel sintió un hueco abrirse en su pecho.
—¿Qué sabe usted de mi padre?
—Más de lo que quisiera. Tu padre era como tú. Terco. Curioso. Pensó que podía controlar lo que no entendía. Pensó que podía encerrarlo.
—¿Encerrarlo? ¿Qué cosa?
Silvio no respondió. Solo miró hacia la calle vacía.
—¿Has oído hablar de la otra casa?
Daniel tragó saliva. Recordó el dibujo de Helena. Papá no murió. Él está en la otra casa.
—No —murmuró.
Silvio bajó la voz, como si el viento pudiera oírlo.
—No está en el mapa. Pero existe. En el bosque. Donde los árboles ya no crecen rectos. Allí vivieron los primeros. Los que trajeron el medallón. Los que abrieron la tierra. Y cuando las cosas se salieron de control, enterraron lo que no pudieron matar.
—¿Qué cosas?
Silvio lo miró con una mezcla de lástima y miedo.
—Los que no tienen forma. Los que no tienen nombre. Los que hablan en sueños. Tú ya los has oído, ¿verdad?
Daniel no respondió. No hacía falta.
Silvio se puso de pie con esfuerzo.
—Escucha, muchacho. La casa no te quiere. Pero lo que está abajo sí. Y eso es peor.
Le entregó un papel arrugado. Un mapa. Dibujado a mano.
—Si vas allí… no vuelvas por este camino. No vuelvas nunca.
Y se fue, dejándolo solo frente al colmado, con el mapa temblando entre sus dedos… y el viento trayendo consigo un nuevo susurro:
“Ven… ya casi es hora.”
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Editado: 09.08.2025