Él Silencio de los Olvidados

La marca del sueño

Capítulo 5:

Esa noche, Daniel no durmió. O al menos, no en el sentido humano de la palabra.

Se recostó en el sofá desvencijado de la sala, con el mapa aún doblado en el bolsillo trasero del pantalón y el medallón ardiendo leve contra su pecho, como si tuviera pulso propio. Afuera, la niebla cubría la casa como un sudario. Los árboles parecían inclinarse hacia las ventanas. Escuchó crujidos. Susurros. El tic-tac de un reloj que ya no funcionaba.

Y entonces, sin darse cuenta, cayó en el sueño.

No fue inmediato. Fue como una caída en espiral, como si el suelo se disolviera bajo él. El mundo cambió. Ya no estaba en la sala. Estaba en un campo de tierra negra. Sin luna. Sin estrellas. Solo un cielo de ceniza y una figura esperándolo a lo lejos.

Era un niño.

Vestía como él a los ocho años. Mismo suéter rojo, mismo corte de cabello. Pero no tenía rostro. Solo piel lisa donde deberían estar los ojos y la boca.

Daniel dio un paso hacia él.

El niño levantó la mano y señaló hacia atrás.

La casa.

Pero no como estaba ahora, sino como fue antes. Nueva. Imponente. Viva.

Y las voces.

Docenas.

—Daniel…
—Despierta…
—Recuerda…
—Abre la puerta…

De pronto, el niño ya no estaba.

En su lugar, una sombra. Alta. Delgada. Hecha de cenizas flotantes. Sin rostro, pero con cientos de ojos pequeños en su pecho, moviéndose. Observándolo. Algunos lloraban sangre. Otros reían.

Daniel intentó moverse. No pudo.

La sombra habló sin boca.

—Tú llevas la marca. Como él. Como todos. Por eso puedes oírnos.

Daniel forzó una pregunta.

—¿Qué soy?

La sombra respondió sin palabras, pero su voz se sintió como una presión en el cráneo.

—Eres lo que falta. El puente. La sangre que aún canta nuestra canción. Abriste la puerta. Ahora debes entrar.

El suelo tembló.

Y detrás de la sombra apareció la otra casa.

Igual que en el dibujo de Helena.

Construida con madera ennegrecida. Rodeada de árboles muertos que parecían manos alzadas. En el techo, una campana. Y debajo… el pozo.

Una abertura oscura sin fondo. De donde subía un lamento.

Daniel gritó.

Y despertó.

El sofá estaba empapado de sudor. Afuera seguía de noche, pero el reloj marcaba las 3:33.

El medallón brillaba rojo.

Y en su palma, donde antes no había nada, ahora había un símbolo.

Una marca circular… tallada en su piel como si lo hubiesen quemado desde dentro.

Una espiral con un ojo en el centro.

Lo mismo que dibujaba Helena.

Daniel no entendía qué era exactamente esa marca.

Pero entendía lo más importante:

La otra casa lo estaba llamando.
Y ya no podía ignorarla.




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