Él Silencio de los Olvidados

La casa del origen

Capítulo 7:

Daniel respiró hondo frente a la puerta. La madera parecía temblar al ritmo del viento, aunque no soplara. No tocó. No empujó. Solo entró.

El interior olía a cera, tierra y sangre seca.

La primera habitación estaba vacía. Apenas una mesa corroída, una vela derretida hasta la base, y marcas en las paredes. Rayas. Fechas. Nombres. Un calendario roto señalando el 8 de noviembre de 1993. El día del incendio. El día que todo cambió.

La habitación siguiente era más estrecha. En el suelo había dibujos hechos con tiza roja, aún visibles entre el polvo: un símbolo parecido al medallón que colgaba de su cuello. La misma espiral, pero esta vez con raíces saliendo de su centro. Parecía moverse si lo mirabas demasiado tiempo.

En la esquina, un baúl abierto.

Dentro: papeles. Diarios. Fragmentos de un hombre que ya no existía.

Daniel tomó el primero. La letra era firme, intensa. Reconocible.

Era de su padre.

> “La sangre no se hereda: se ofrece. Y nosotros la ofrecimos.”

> “Helena aún no lo sabe. Daniel tampoco. Pero el linaje exige sacrificio. Y uno de ellos tendrá que ser la llave. El otro, la cerradura.”

> “He visto a la criatura en sueños. Habla con voz humana. Habita el pozo. Nos eligió.”

Daniel sintió que su estómago se cerraba. Cerró el cuaderno. Miró alrededor. Todo en esa casa parecía construido para un propósito oscuro.

Las paredes estaban cubiertas por piel seca, como si alguien las hubiera curtido a mano. En el techo colgaban ramas trenzadas con pelo humano. Y al fondo… una puerta sellada con clavos.

En ella, tallado con cuchillo: NO ABRIR. NI MUERTO.

Daniel se acercó. El medallón ardía en su pecho. El corazón le latía como si algo lo jalara desde el otro lado.

Afuera, el viento se detuvo.

El pozo calló.

Y dentro de la casa, una respiración empezó a escucharse al otro lado de la puerta. No era la suya. Era más lenta, más profunda… más antigua.

Daniel retrocedió. Tropezó con una silla. Al caer, un papel se deslizó desde el diario.

Lo tomó.

Era un dibujo infantil.

Dos niños, tomados de la mano. Uno tenía el cabello largo. El otro, corto. Detrás de ellos, un círculo negro con dientes.

Abajo, con letra temblorosa:

“Papá dijo que el que mire dentro del pozo… nunca vuelve a ser él mismo.”

Daniel se quedó allí, en el suelo, escuchando la respiración al otro lado de la puerta crecer… como si ahora supiera que él estaba ahí.

Como si hubiera esperado todo ese tiempo para que alguien regresara a abrirla.




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