Él Silencio de los Olvidados

El hombre que no hablaba

Capítulo 9:

A la mañana siguiente, Daniel despertó con barro en las uñas y el medallón apretado contra su pecho. No recordaba haber vuelto del jardín. No recordaba haber dormido. Pero sí recordaba el pozo.

Y la voz de su madre.

Desesperado por entender qué estaba ocurriendo, tomó el diario una vez más. En una de las últimas páginas, casi ilegible por la humedad, había un nombre subrayado:

> Ismael Duarte
"El único que regresó."

No lo conocía. No lo recordaba. Pero en la misma página, su padre había escrito una advertencia:

> “Nunca volvió a hablar… pero aún escucha. Siempre escucha.”

Esa misma tarde, Daniel fue al centro del pueblo. Preguntó en la tienda, en la carnicería, en el pequeño bar donde aún quedaban hombres que hablaban en voz baja cuando lo veían entrar. Nadie quería hablar. Hasta que una mujer, muy anciana, alzó la mirada desde su puesto de flores marchitas.

—¿Dijiste Duarte? —preguntó con voz ronca—. Vive cerca del cementerio. En la casa sin ventanas.

Daniel llegó al lugar al caer la tarde. La casa era real. Y el silencio que la rodeaba… también.

Llamó tres veces.

Nada.

Cuando se daba por vencido, la puerta se abrió sola.

Y ahí estaba: un hombre de unos setenta años, rostro demacrado, barba blanca, ojos fijos como si siempre estuviera viendo algo que los demás no podían ver.

—¿Ismael Duarte? —preguntó Daniel, mostrando el medallón.

El hombre no respondió. Pero al verlo, se echó a temblar.

Con movimientos torpes, lo hizo pasar. Dentro, todo estaba cubierto de trapos viejos, crucifijos, dibujos infantiles. En una de las paredes había una palabra repetida una y otra vez, escrita en tiza:
“NO ABRIR.”

Daniel se sentó frente a él. Le mostró el diario. Le habló de su madre. De las voces. Del pozo.

Ismael no dijo una palabra. Solo lo observaba. Hasta que, de pronto, levantó la manga de su camisa.

En su antebrazo, había una cicatriz profunda, en forma de símbolo. Uno que Daniel había visto en el medallón… y en el brocal del pozo.

Luego, el anciano se levantó y buscó algo entre los trapos. Era una caja de madera sellada con cadenas oxidadas. La puso sobre la mesa. Tembloroso, sacó una llave de su cuello y se la ofreció.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Daniel.

Por fin, Duarte habló. Con una voz quebrada, como si las palabras se arrancaran a la fuerza:

—Lo que mató a tu madre... y a todos los demás.

Y luego, como si cada palabra fuera un puñal en la garganta:

—No lo abras... si no estás dispuesto a pagar el precio.

Daniel se quedó en silencio. La llave ardía en su mano.

Y la caja... parecía latir.




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