Él Silencio de los Olvidados

La caja de los muertos

Capítulo 10:

La caja pesaba más de lo que parecía. De madera ennegrecida, decorada con grabados antiguos, y una cadena oxidada que parecía más un sello que una protección. La llave en su mano tenía forma de cruz invertida, y al insertarla en el candado, un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

Ismael observaba desde un rincón, con los ojos húmedos de miedo. No intentó detenerlo. Tal vez porque ya sabía que era inevitable.

Click.

El candado cayó.

Daniel levantó la tapa.

Dentro, había papeles viejos, fotografías quemadas, huesos pequeños —como de aves— y un trozo de tela cubierto de sangre seca. Pero debajo de todo eso, había algo más: un pequeño libro forrado en cuero oscuro, sin título.

Lo abrió.

Las páginas estaban escritas a mano, en tinta marrón que olía a óxido. No era tinta. Daniel lo supo de inmediato.

Era sangre.

Las primeras líneas le helaron la sangre:

> "Esta es la crónica de los marcados. Aquellos que nacieron con la mirada del abismo. Hijos del silencio. Semillas del Olvido."

Daniel pasaba las páginas con manos temblorosas. Cada hoja contenía un nombre. Un apellido. Una fecha. Y un símbolo distinto.

Rivas aparecía repetido muchas veces.

Al llegar a una página marcada con una gota oscura en la esquina, reconoció el nombre de su madre. Y debajo, una inscripción:

> “Sacrificio incompleto. El vínculo permanece.”

—¿Qué significa esto? —susurró Daniel.

Ismael no respondió con palabras. Solo señaló una de las últimas páginas.

Ahí, el nombre Daniel Rivas estaba ya escrito… pero la fecha estaba en blanco.

Y en tinta roja, una frase solitaria:

> “El último debe decidir.”

De pronto, el ambiente en la habitación cambió. Un viento helado sopló desde la chimenea, aunque no había fuego. Las luces parpadearon. Daniel sintió una presencia tras él. Pero no se volteó.

—¿Qué es este libro? —preguntó.

Ismael cerró los ojos, y murmuró como en trance:

—Es el pacto. El registro de quienes han sido ofrecidos... y de quienes aún deben ser tomados.

Daniel cerró el libro. Pero algo dentro de él ya había sido abierto.

Esa noche, cuando volvió a casa, los espejos comenzaron a empañarse solos.
Y alguien —algo— había escrito su nombre del otro lado del vidrio.




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