Él Silencio de los Olvidados

El Rostro Bajo la Capucha

Capítulo 15:

Los pasos se detenían, uno a uno, sobre las tablas del piso superior.

Daniel contuvo la respiración. Eloísa temblaba en silencio, clavando sus uñas en el suelo de tierra, como si el sótano fuera su único refugio. La linterna seguía apagada, pero ambos sabían que no bastaba la oscuridad para esconderse de ellos.

—No se mueven como personas… —susurró ella, sin voz—. Escucha sus ritmos. Son iguales que los latidos del reloj antiguo del campanario.

Daniel prestó atención.

Un golpe. Luego dos. Después, una pausa de exactamente cinco segundos. Y de nuevo, un golpe. Como si una maquinaria inhumana caminara encima de ellos, buscando un momento preciso.

De pronto, la puerta del sótano se abrió con un quejido agudo.

Un haz de luz descendió lentamente por las escaleras.

Daniel no pensó: tomó la mano de Eloísa y la arrastró hacia el fondo, donde los muros se estrechaban en una grieta de piedra húmeda.

Un susurro descendió por las escaleras.

—Daniel…
—Eloísa…

Una voz conocida.

Una voz que imitaba.

Eloísa negó con la cabeza.

—No respondas. No son ellos. No tienen boca… solo memoria.

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Se escondieron en un túnel estrecho, cubierto de raíces y huesos secos. La grieta los llevó a una cámara subterránea donde el suelo estaba cubierto de símbolos en tiza negra. En el centro, una figura de madera y espinas: un tótem grotesco con forma humana, sin rostro, sin ojos, solo una hendidura en el cráneo.

—Este es el que los guía —dijo Eloísa, apuntando con el dedo tembloroso—. Lo llaman El Testigo. Dicen que vio el nacimiento del Silencio. Que fue el primero en olvidar su nombre.

Daniel sintió un vértigo extraño. Como si el aire allí tuviera peso.

El tótem comenzó a sangrar.

Una línea roja descendía lentamente desde su hendidura hasta el suelo.

—Es una advertencia —dijo ella—. Saben que estamos aquí.

En la superficie, los encapuchados dejaron de buscar. No porque se hubieran rendido, sino porque sabían que Daniel ya había cruzado la línea.

La línea entre el mundo de los vivos y el territorio de los elegidos.

Eloísa se agachó junto a un nicho en la pared y sacó una caja metálica. Dentro había fotografías, recortes de periódicos, y un mapa marcado con tinta negra.

—Aquí hay otros. Sobrevivientes. Herederos. Todos nosotros somos piezas. Pero si unimos el rompecabezas, tal vez podamos romper el ciclo.

Daniel tomó el mapa. Su nombre estaba en el centro.

Y sobre él, una palabra escrita a mano.

“Último.”

Un susurro, apenas audible, se coló entre las raíces.

—Daniel… recuerda quién eres…

No era la voz de un encapuchado.

Era la voz de su madre.




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