Él Silencio de los Olvidados

Dónde mueren los Nombres

Capítulo 18:

La noche había caído con un peso extraño, como si el mundo contuviera el aliento.

En la cabaña de los Rivas —una casa abandonada en lo profundo del bosque, que alguna vez perteneció a la madre de Daniel—, todo parecía detenido en el tiempo. La madera crujía con un lamento antiguo. Las paredes aún conservaban marcas de una infancia olvidada: garabatos, tallas, una figura de trapo con ojos rotos colgando en la esquina de la habitación.

Eloísa cerró la puerta con una tranca improvisada. Afuera, los árboles se movían como si tuvieran intención.

—¿Estás seguro de que esto era de tu madre? —preguntó, encendiendo una linterna.

Daniel asintió. —Mi abuela solía hablar de esta cabaña. Decía que mamá venía aquí para “escuchar a los otros”. Yo pensé que era metáfora… o locura.

—Tal vez no lo era.

Sobre una mesa cubierta de polvo, había un cuaderno. Lo abrió. Las páginas estaban llenas de símbolos, nombres, fechas… y un dibujo repetido muchas veces: un círculo atravesado por un espino.

El mismo símbolo que apareció en la casa del Fundador.

—Este es el sello de Valcarria —dijo Eloísa, tocando el dibujo con cuidado.

Daniel apartó la mano de ella. —Mamá lo dibujaba mientras me cantaba. Lo recuerdo. Yo tenía cinco años.

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Esa noche, mientras Eloísa dormía, Daniel volvió a abrir el cuaderno. Entre las páginas, cayó una foto vieja.

Era él, de niño, en brazos de su madre. Pero detrás de ella... una figura difusa, alta, con una túnica oscura. Un rostro borroso. Daniel sintió cómo se le helaba la sangre.

Volteó la foto.

Había una frase escrita a mano:

“Él vino por mí la noche que tu padre murió. Yo cerré la puerta. Pero no por mucho tiempo.”

Temblando, se levantó y salió al bosque.

Los árboles lo guiaban.

Los pasos lo llevaban a un claro. Allí, cubierto de maleza, encontró una tumba sin nombre, solo marcada con el símbolo del espino.

Daniel cayó de rodillas.

Sabía lo que era. Lo sintió.

Aquí… aquí estaba lo que quedaba de su madre.

Pero no descansaba.

La tierra palpitaba.

Y en su interior, una voz:
—¿Por qué regresaste, hijo mío…?

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Una luz cruzó los árboles. Eloísa llegó corriendo. —¡Daniel! ¡Hay algo que debes ver!

Lo arrastró hasta una cavidad oculta detrás de la cabaña. Una puerta de piedra cubierta de líquenes. Una cerradura con tres ranuras.

—¿Qué es esto?

—Creo que… es la entrada al Templo de los Olvidados. Y solo puede abrirse con los nombres verdaderos.

—¿Los nombres de quién?

Eloísa se volvió hacia él.

—De ustedes. Los Herederos. Los Marcados.
—Los que murieron en vida… y aún caminan.

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Daniel miró la puerta.

Una corriente de viento helado salió de las ranuras.

Y supo, sin dudas, que detrás de esa puerta no solo encontraría respuestas.

También encontraría la verdad sobre la muerte de su madre.

Y sobre lo que él realmente es.




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