Él Silencio de los Olvidados

Los Que Duermen

Capítulo 20:

El rostro de su madre, muerto y sin vida, lo miraba con unos ojos vacíos que parecían no parpadear jamás. Pero hablaba, y su voz era un eco imposible, un susurro que nacía de ninguna parte y lo envolvía todo.

> —Tú eras la llave, Daniel. Desde el principio.

Daniel retrocedió un paso. Las paredes del templo parecían latir como un corazón enterrado, y cada respiración suya se volvía más pesada. Eloísa temblaba junto a él, sin saber si mirar o huir.

—Tú estás muerta… —murmuró él, con la voz quebrada.

> —Mi cuerpo… sí. Pero el alma quedó atrapada en este umbral. Lo que hicimos aquí no fue solo un rito, fue una condena.

Las raíces del techo descendían como garras, y las inscripciones sobre las paredes brillaban con fuerza. La figura espectral extendió una mano esquelética, y el altar se abrió por la mitad con un crujido espantoso.

Debajo, una caja tallada en hueso humano.

Daniel se acercó, como si algo lo guiara, lo poseyera.

Dentro, un diario.

Cubierto de sangre seca y símbolos que reconoció al instante: el mismo medallón que llevaba desde niño. Lo abrió.

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[Fragmento del diario – Año 1997]

“Hoy nació Daniel. No llora. No ríe. Solo observa. El sacerdote dice que es la señal. Que el pacto puede cumplirse. Yo no quería esto, pero ya no hay vuelta atrás. Lo marqué antes de que pudiera hablar. La sangre ha sido dada.”

“El templo exige un heredero. Uno que recuerde. Uno que abra el umbral con su muerte… o con su locura.”

“Perdóname, hijo. Yo no fui madre. Fui verdugo disfrazado de amor.”

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Daniel dejó caer el diario.

—¿Esto es real?

> —Lo que duerme aquí abajo se alimenta del olvido —dijo la figura con voz hueca—. Y tú, Daniel… tú eres la memoria encarnada. El último de los guardianes. O el primero de los sacrificios.

Las sombras de la cámara comenzaron a moverse por sí solas. No eran figuras humanas. Eran alargadas, deformes, como si el tiempo las hubiera corroído. Algunas llevaban rostros que Daniel reconoció.

Ezra. La mujer del bosque. El viejo que lloraba en la iglesia. Todos estaban ahí.

Todos eran parte del templo.

—¡No! —gritó Eloísa— ¡Esto no puede estar pasando!

Pero el templo no respondía. Solo se abría.

Un pasaje se reveló tras el altar. No era de piedra, ni tierra, ni metal. Era de hueso.

Tallado a mano.

Y de él surgía un aliento helado… y una voz gutural, más antigua que todo lo que Daniel había sentido antes.

> “Valcarria ha callado demasiado tiempo.”

> “Es hora de recordar.”

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Daniel sintió que algo se rompía en su mente.

Una grieta.

Un lugar al que no quería volver.

Recordó, por fin, el momento en que su madre lo llevó al templo por primera vez. Él tenía cinco años. Había una vela. Un círculo. Una promesa.

Y un cuchillo.

Recordó su propia sangre sobre la piedra.

Recordó el nombre que todos temían decir.

> “Tháegor.”

La entidad.

El dios del olvido.

El que duerme debajo.

Y Daniel… no solo era la llave.

Era la puerta.




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