Capítulo 21:
El pasaje era estrecho, húmedo, y olía a hueso podrido. No había luz, pero cada paso encendía un resplandor verdoso en las paredes, como si el propio templo los estuviera guiando… o devorando.
Eloísa no soltaba la mano de Daniel.
—Esto no es solo piedra —murmuró ella, con la voz temblorosa—. Está… vivo.
El suelo bajo sus pies parecía palpitar. Cada latido resonaba en el pecho de Daniel como un eco de algo enterrado, algo inmenso, algo hambriento. Las raíces que colgaban del techo se retorcían lentamente, como si respiraran.
Más adelante, el pasaje se abría en una cámara circular.
En el centro, un pilar de hueso humano —fémures, cráneos, costillas— ascendía hasta perderse en las sombras. Inscrito en su superficie, el nombre que Daniel había visto en el diario: Tháegor.
Y alrededor del pilar, estaban ellos.
Los Fundadores.
No como estatuas.
Eran cuerpos reales.
Momificados. De pie. Con los ojos abiertos, cubiertos de vendas negras marcadas con sangre seca.
—Están… vigilando —susurró Eloísa, aterrada.
Daniel sintió que el medallón en su pecho ardía. Lo sacó, temblando, y apenas lo sostuvo frente al pilar, las vendas de los Fundadores comenzaron a sangrar.
Una voz rugió desde lo profundo del templo.
> “Él ha descendido. El hijo del pacto. El olvido tiene forma.”
Las figuras abrieron la boca. De cada una salió un lamento. No eran gritos. Eran memorias. Voces de niños, madres, viejos. Llamando a Daniel por su nombre, por su sangre, por su legado.
El pilar comenzó a girar.
Y con él, el suelo.
Una espiral descendente se abrió, revelando una escalera tallada en hueso y sangre. Al fondo, un resplandor oscuro, imposible. Como si la noche misma latiera allí dentro.
Eloísa quiso retroceder.
Pero Daniel avanzó.
—No tengo opción. Siempre fue hacia aquí… siempre.
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En la bajada, los muros susurraban. Voces de su infancia. Su padre llamándolo desde el otro lado de la puerta. Su madre cantando aquella canción de cuna. El sonido del cuchillo cayendo al suelo.
La canción volvió a sonar.
> “Duerme, duerme… que el silencio vendrá.
Y si no callas, el abismo hablará…”
Daniel cayó de rodillas.
Las imágenes se clavaban como cuchillas en su mente.
El altar. El sacrificio. Su rostro de niño, marcado por una cicatriz que no recordaba. La marca del pacto.
Eloísa lo sostuvo.
—¡Daniel! ¡Resiste! ¡Esto no eres tú, no estás solo!
Pero lo estaba.
Porque en el fondo del descenso… alguien lo esperaba.
Y ese alguien habló, no con voz, sino con presencia.
Una conciencia que se arrastraba dentro de su cráneo, una mente tan vieja como la noche.
> “Has traído el medallón. Has traído la sangre.
Has traído el recuerdo.”
Daniel alzó la mirada.
Frente a él, un trono tallado en dientes humanos.
Y sobre él, una figura sin rostro, cubierta por un velo de piel.
Tháegor.
O lo que quedaba de él.
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La figura se levantó, y el templo entero tembló.
La memoria estaba a punto de despertar.
Y con ella… el silencio dejaría de ser un refugio.
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Editado: 09.08.2025