Capítulo 22:
La figura se alzó del trono de dientes humanos, envuelta en un velo de piel tan fina que aún se veían los poros. Su presencia llenaba la cámara sin necesidad de moverse. No tenía rostro. No tenía forma real. Pero su sombra… su sombra tenía ojos.
Daniel sintió que su mente comenzaba a deshilacharse, como si cada pensamiento fuese arrancado y arrojado a un abismo que no podía ver, pero sí sentir.
—¿Tú eres… Tháegor? —preguntó con voz temblorosa.
La entidad no respondió con palabras. Lo hizo con recuerdos.
Una imagen golpeó su mente:
Su madre, cubierta con túnicas carmesíes, inclinándose sobre un altar. Una daga curva. Un niño que lloraba. Él mismo.
Otro recuerdo:
Un bosque en llamas. Cuerpos colgados boca abajo. Una marca ardiente en el pecho. Las voces del culto repitiendo una sola frase:
> “La sangre no se elige. El portador despierta. La llave abre desde dentro.”
Daniel cayó de rodillas. Eloísa intentó alcanzarlo, pero el aire se volvió sólido entre ellos. Como si el templo hubiese decidido que sólo uno podía ver… la verdad.
—Tu madre fue la última Guardiana del Umbral —dijo una voz, grave, como huesos rompiéndose bajo tierra—. Traicionó su legado al escapar. Pero antes… selló en ti la memoria que yo necesitaba.
Daniel levantó la mirada.
—¿Qué… soy yo?
La figura se inclinó, su velo ondulando como piel húmeda.
> “Eres el Olvido Encarnado.
El hijo del silencio.
La puerta que sueña.”
Y entonces lo entendió.
Él no estaba destinado a detener a Tháegor.
Estaba destinado a ser su contenedor.
Todo el ritual, toda la huida de su madre, los sueños, los símbolos… no eran advertencias. Eran instrucciones. Una guía para preparar su cuerpo, su mente y su alma.
La marca en su pecho ardió.
El medallón flotó, girando lentamente, hasta encajar en una hendidura invisible sobre el altar. Un clic seco llenó la cámara.
Eloísa gritó, pero ya no podía alcanzarlo.
Daniel fue envuelto en una luz negra, densa, como tinta derramada sobre el mundo.
Y en ese instante… vio todo.
El origen del culto.
La guerra olvidada.
La prisión bajo Valcarria.
Y la mentira de la muerte.
—Yo… no quiero esto —susurró Daniel, llorando—. No quiero ser esto.
La figura se detuvo.
Por primera vez, titubeó.
Y fue entonces cuando Eloísa rompió el sello.
Con un grito desesperado, arrojó el cuchillo ceremonial contra el medallón. Un estallido. Fragmentos de hueso. Un alarido que partió el tiempo.
Tháegor gritó. No con voz. Con memoria.
Y el templo se empezó a derrumbar.
Eloísa alcanzó a Daniel justo cuando su cuerpo comenzaba a ser envuelto por el vacío.
—¡No eres él! ¡No eres una puerta! ¡¡Eres tú, Daniel!! ¡¡Eres real!!
Y por un segundo… sólo por un segundo… lo fue.
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La oscuridad se retiró.
El medallón cayó, partido.
Tháegor… se deshizo en una lluvia de cenizas que no tocaban el suelo.
Pero el templo aún vivía.
Y ahora que el contenedor había sido rechazado… buscaría otro.
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Editado: 09.08.2025