Él Silencio de los Olvidados

La Tierra Muerta

Capítulo 25:

El viento soplaba como cuchillas de cristal mientras Daniel y Eloísa ascendían por la ladera escarpada. La entrada a la Tierra Muerta no figuraba en ningún mapa. No era un lugar, era un límite. Un umbral.

A sus espaldas, el templo quedaba atrás, sepultado en la niebla. El Cónclave les había entregado un fragmento de la antigua Piedra del Pacto. Solo con ella podrían atravesar los sellos que resguardaban lo prohibido.

—¿Estás seguro? —preguntó Eloísa, su aliento formando nubes en el aire helado.

—No —respondió Daniel—. Pero eso nunca nos detuvo antes.

Frente a ellos se alzaba un muro natural de piedra, agrietado y cubierto por raíces negras como venas. Daniel sostuvo el fragmento con ambas manos. La piedra empezó a brillar con un tono carmesí, y la montaña respondió.

Un rugido subterráneo sacudió el suelo. Las raíces se separaron. La grieta se abrió como una boca, y un hedor antiguo los golpeó como un golpe seco. Del interior emergía un frío que no era natural… era ancestral.

Entraron.

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La caverna era una garganta viva. Las paredes parecían latir. Fragmentos de esqueletos decoraban las rocas como trofeos olvidados. Cada paso retumbaba como si despertaran algo.

—Este lugar no es solo una prisión —dijo Eloísa, tocando una inscripción tallada en hueso—. Es una advertencia.

—¿Qué dice?

—“Aquí duerme lo que no puede morir.”

Daniel tragó saliva. La oscuridad lo reconocía. Lo llamaba por su nombre.

Más adelante, llegaron a una cámara circular, con un altar de obsidiana en el centro. Y sobre él, un objeto que parecía latir: un corazón seco, petrificado, cubierto de runas. Rodeado por estatuas quebradas que representaban los siete Fundadores… aunque una de ellas faltaba. Solo quedaba la base, rota.

—Tháegor… —susurró Daniel—. Este es su núcleo.

La Piedra del Pacto en su mano comenzó a arder.

Un susurro recorrió la cámara, como si muchas voces hablasen a la vez:

“Te encontré, hijo del silencio…”

Daniel cayó de rodillas, con las manos en la cabeza. Las voces lo inundaban: recuerdos que no eran suyos, batallas que nunca vivió, rostros antiguos, traiciones, fuego… un grito final sellado en piedra.

Eloísa intentó acercarse, pero fue arrojada hacia atrás por una fuerza invisible.

Del altar emergió una figura espectral, con cuencas vacías y una corona de espinas negras.

—¡No es real! —gritó Eloísa— ¡No lo mires!

Pero Daniel ya no estaba allí.

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En su mente, caminaba por Valcarria… pero no la que conocía. Era la antigua ciudad, antes del tiempo, antes del exilio. Y ahí estaba él: Tháegor. Mirándolo.

—No eres tú quien me posee —le dijo la figura—. Soy yo quien habita en ti.

Daniel retrocedió.

—Te enterraron por una razón.

—Sí —sonrió Tháegor—. Porque me temían. Porque sabían que un día… volvería. Pero necesito un cuerpo. Tú eres perfecto.

Daniel sintió su corazón arder.

—Entonces tendrás que matarme para conseguirlo.

Tháegor se acercó.

—No. Solo tienes que decir que sí.

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En la caverna, Eloísa se arrastró hacia Daniel, cuya piel se cubría de venas oscuras. Tocó su rostro con ambas manos, llorando.

—¡No eres él! ¡Eres Daniel! ¡Recuerda quién eres!

Daniel abrió los ojos.

Y por un segundo… no supo si era él quien miraba.




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