Capítulo 26:
El altar ardía con llamas negras.
Eloísa apenas podía mantenerse en pie. La energía que fluía desde el corazón petrificado parecía absorber la luz misma. A su lado, Daniel temblaba, atrapado entre dos realidades: el presente… y el recuerdo ancestral que lo arrastraba al abismo.
Las voces que salían del altar ya no eran susurros, sino un coro infernal que repetía su nombre con una cadencia sagrada:
“Tháegor… Tháegor… Tháegor…”
Pero Daniel no era Tháegor.
No todavía.
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En su mente, flotaba en una oscuridad líquida. Y allí, entre las sombras, la figura del Fundador lo observaba. Alto, envuelto en una capa de ceniza, ojos encendidos como brasas, sonrisa cruel de rey exiliado.
—¿Sabes lo que esto significa? —preguntó Tháegor—. Si me dejas entrar, el dolor termina. La herida se cierra. El linaje se restaura. Tú dejarás de ser el último… y serás el primero de una nueva era.
Daniel lo miró con asco.
—Solo quieres nacer otra vez.
Tháegor asintió, sin vergüenza.
—Y tú eres mi portal.
Un instante. Un parpadeo.
Tháegor ya no era un espectro. Tenía carne, piel, rostro… el suyo. La misma voz. La misma estatura. Daniel estaba frente a una versión corrupta de sí mismo.
—Ya has hecho lo que otros no se atrevieron: llegaste hasta aquí, solo, sangrando, buscando respuestas. Y lo único que encontraste fue tu reflejo.
Daniel apretó los puños. Las palabras dolían. Porque eran ciertas.
—No quiero respuestas. Quiero libertad.
El otro Daniel sonrió.
—¿Y qué harás con ella? ¿Enterrarme de nuevo? ¿Volver a ser un parásito en tu propio cuerpo? ¿O aceptar lo que eres?
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Eloísa gritó su nombre una vez más, pero Daniel no la oía.
No del todo.
El altar comenzó a resquebrajarse. Las estatuas de los antiguos Fundadores se rompían, una a una, excepto una: la figura sin rostro. De su interior brotaba una luz escarlata que formaba símbolos en el aire. Las runas del origen.
Y entonces, en un suspiro de viento, una nueva voz habló.
No era la de Tháegor.
Era más antigua. Más tenue. Más humana.
—Daniel… —dijo una mujer, su tono quebrado por el tiempo—. No eres él. Nunca lo fuiste. Ni aunque su sangre te arrastre… tú decidiste el camino.
Daniel se giró.
Y vio a su madre.
No como la recordaba, sino joven, viva, de pie junto a la figura de un Fundador distinto: uno con ojos tristes, barba blanca… y una mano extendida hacia él.
—El linaje no te define. Tus actos sí.
La oscuridad tembló.
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Tháegor retrocedió, furioso. Las sombras se agitaban como olas. Pero Daniel estaba cambiando. Su pecho brillaba con un símbolo que no era el del Fundador… era nuevo. Una marca que se dibujaba en su piel por decisión propia.
Un nuevo pacto.
—Yo no soy tu vasija —dijo Daniel—. Soy tu prisión.
Y cerró los ojos.
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En la caverna, Eloísa lo vio gritar, rodeado de luz. El altar explotó en mil fragmentos, y la energía oscura fue succionada hacia su cuerpo como un ciclón inverso.
Y luego… silencio.
El cuerpo de Daniel yacía inmóvil. Eloísa corrió hacia él, temblando.
—No… por favor no…
Pero al tocarlo, sus ojos se abrieron.
Ya no eran los mismos.
Ni humanos… ni de Tháegor.
Eran otra cosa.
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Editado: 09.08.2025