Él Silencio de los Olvidados

Dónde Muere la Luz

Capítulo 28:

La mañana llegó, pero el sol no.

El cielo sobre Valcarria amaneció teñido de un gris enfermizo. Las nubes no se movían. El aire olía a óxido, como si algo antiguo hubiese sido removido bajo la tierra. Los animales del bosque no emitían sonido alguno. Ni cantos. Ni aullidos. Solo silencio.

Eloísa despertó en su habitación. La ventana seguía empañada por la humedad, pero más allá, el pueblo parecía... distinto. Las casas estaban cerradas. Las puertas selladas. Había cruces de madera clavadas en los jardines, como si todos temieran que algo viniera por la noche.

Y sin embargo, fue Daniel quien trajo la oscuridad con él.

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En el sótano del antiguo hospital —cerrado desde los incendios del verano pasado—, algo se movía entre las sombras. El lugar había sido abandonado por años. Pero ahora, los pasillos olían a incienso y a carne quemada.

Una figura caminaba lentamente, cojeando. La ropa vieja, manchada de tierra. Los pies descalzos.

La cara cubierta por una máscara de alambre oxidado.

—No están muertos del todo —murmuró una voz al fondo, temblorosa, quebrada—. Si el corazón arde, la llama vuelve. La profecía continúa...

La figura se detuvo frente a una pared cubierta de nombres. Trazos de sangre seca. Uno de esos nombres resaltaba entre todos: Manuel Rivas.

La figura levantó la mano. Rasgó su propio brazo y escribió con sus dedos ensangrentados sobre el muro:

"Estoy aquí."

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Daniel no había dormido. Sentado en el umbral de la casa abandonada donde se ocultaban, escuchaba las voces. No las de las personas. Las otras. Las que venían de lo profundo.

—No puedes luchar contra mí para siempre —dijo la voz dentro de él.

Era suya. Pero no lo era.

—Este cuerpo es mío ahora —respondió Daniel, apretando los dientes—. No te dejaré salir.

—¿Y cuánto tiempo crees que podrás retenerme?

Una visión lo golpeó. Rápida. Violenta. Un pueblo cubierto por ceniza. Personas de ojos vacíos caminando en círculos. Niños cantando letanías en lenguas extintas.

Y en el centro de todo… él mismo, de pie sobre el altar de piedra, con la sangre corriendo por su rostro como si fuera una corona.

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En la casa del viejo párroco, alguien golpeó la puerta con violencia.

El Padre Agustín, que no había salido de su hogar en semanas, se arrastró hasta la entrada con la escopeta temblorosa en la mano.

Cuando abrió… casi cae de rodillas.

—¿Tú…?

El joven frente a él sonrió. Tenía la cara llena de barro. El cabello pegado por la humedad. Y los ojos, tan profundamente negros, que el reflejo del mundo parecía tragado por ellos.

—Hola, padre —dijo—. ¿Me recuerda?

—Manuel…

—Volví a casa.

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Eloísa sintió el escalofrío antes de escuchar la noticia.

Corrió a la iglesia. Allí, el padre Agustín temblaba como si hubiese visto al mismísimo demonio. Y en la oscuridad de los bancos… Manuel Rivas la observaba en silencio.

Él no debería estar allí. No después de lo que ocurrió en el incendio.

No después de lo que Daniel le hizo.

Pero estaba allí.

—Te dije que nada muere en Valcarria —susurró Manuel—. Solo se entierra… hasta que decide regresar.




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