Capítulo 33:
El túnel vibraba.
No con un sonido, sino con una pulsación, como si un corazón enterrado bajo siglos de tierra aún latiera, marcando el ritmo de un ritual olvidado. Las piedras que rodeaban a Daniel estaban húmedas, cubiertas de musgo y símbolos esculpidos que palpitaban con una luz rojiza. No había viento, pero podía sentir cómo algo se movía, respiraba, acechaba.
Eloísa caminaba delante de él, sin volver la mirada. Su silueta parecía más pálida, casi translúcida a la luz de la linterna. Daniel ya no confiaba en lo que veía. En lo que oía. En lo que recordaba.
—¿Cuánto falta? —preguntó él, con la voz más débil de lo que quería admitir.
Eloísa no respondió. Pero su hombro tembló ligeramente. ¿Un escalofrío? ¿Una risa?
Daniel bajó la vista. En el suelo se extendían huellas frescas. No de ellos. Demasiadas. Demasiado grandes.
Cuando finalmente salieron del túnel, se encontraron en una cámara circular. El techo era una cúpula tallada con decenas de ojos, todos ciegos, todos abiertos. En el centro, una plataforma de piedra sostenía un relicario: un medallón dorado, abierto, mostrando dos retratos: el de Estrella Rivas… y el de un niño.
Daniel se acercó lentamente.
Era él.
Sintió que su pecho ardía.
—Ella lo protegió todo este tiempo —dijo una voz detrás.
No era Eloísa.
Era Tháegor.
Había emergido del mismo muro, como si la piedra se hubiera quebrado ante su paso. Ya no era sólo un eco, una presencia difusa. Ahora era un hombre… o lo que quedaba de uno. Su cuerpo era alto, enjuto, cubierto de marcas rituales. Su rostro tenía algo vagamente familiar. Su voz, sin embargo, era lo que congelaba la sangre.
—Tantos años —dijo Tháegor—. Tantas puertas cerradas. Pero tú… tú eres la última llave, Daniel.
Daniel retrocedió, pero sus pies se clavaron al suelo. El medallón brillaba con una luz antinatural. El templo parecía reaccionar.
—¿Qué… qué eres? —logró preguntar.
—Soy lo que dejaron atrás cuando huyeron de Valcarria. Lo que sellaron con sangre y olvido. Pero tú no me olvidarás, Daniel. No puedes. Porque ella… —Tháegor sonrió— …ella te preparó para esto.
Eloísa cayó de rodillas. Estaba llorando. Pero sus lágrimas no eran humanas. Caían negras, espesas, como tinta antigua.
—Yo no quería esto —susurró—. Yo solo quería salvarlo…
Tháegor alzó una mano. El suelo tembló. Desde las paredes comenzaron a salir figuras: los Iniciados, aquellos que se creían disueltos con el culto. Pero no habían desaparecido.
Dormían.
Esperaban.
Y ahora regresaban.
Daniel gritó. El medallón ardía en su mano, marcando su piel. Su visión se distorsionó. En un instante lo vio todo:
— Su madre arrodillada, cortando su propia palma y dejando caer la sangre sobre el altar.
— A Eloísa siendo marcada con fuego a los siete años.
— A Valcarria derrumbándose mientras un lamento sin nombre salía de su núcleo.
— Y al niño… a él mismo, atado a un círculo de huesos, llorando… mientras su madre repetía su nombre como un rezo:
— Daniel. Daniel. Daniel…
La visión terminó.
Tháegor se acercó, extendiendo los brazos como un padre que recibe a su hijo.
—El silencio se acabó.
Daniel apretó los puños. Miró a Eloísa. A los Iniciados. Al templo.
Y lo comprendió.
El final no sería un escape.
Sería un sacrificio.
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Editado: 09.08.2025