En el vasto camino de la infancia, la soledad puede llegar a asomarse.
No me malentiendan, mi infancia fue relativamente buena, pero en mi familia, era la menor y única niña, en ese entonces. Y aunque mi hermano y primos me trataban como uno más al jugar con ellos, yo misma sentía esa brecha de diferencia donde probablemente solo lo hacían obligados. Y para ser honestos, era irritante no tener con quien compartir gustos en particular. Y definitavemente, las mujeres adultas de mi vida, no iban a ser parte de ello. Principalmente por que sus enfoques estaban en matrimonio, cuidado, belleza, etc. Cosas que a una niña de esa edad no le interesan tampoco.
Creo que en aquel entonces no pedía nada fuera de lo común, ya sabes, juguetes, ropa, más juguetes. Y no mentiré. Todo lo que pidiera, lo tendría. A excepción de una cosa que mi mamá se negaba rotundamente.
Una mascota.
No la culpo, ella quería evitarle el dolor a sus hijos de la posible muerte temprana de un animalito. Sin embargo, yo me sentía lo suficientemente capaz de cuidar a uno.
Ella me advertía continuamente, tendrás que limpiar sus orines, bañarlo, darle de comer, llevarlo al doctor. Todo el dinero que gastes en esa mascota, mejor úsala en más regalos.
Pero claro, uno es terco como cabra de montaña. Despues de todo, dicen que el mejor amigo del hombre, es su mascota. Y No lo dudo, te acompañarían hasta el fin del mundo si pudiesen. Ademas, suelen llegar de manera muy inesperada a tu vida.
Mayormente, en el momento que más lo necesitas.
Con el tiempo, comencé a afrontar esa soledad con un conjunto de berrinche por no tener lo que tenía. Los niños de la familia crecían, y yo por mucho que intentara encajar, no lograría.
Hasta que curiosamente, en un cumpleaños familiar, una luz, iluminó todo. Así es, querido lector, era el regalo que a gritos pedía.
Exactamente, una mascota
Aquello sol que resplandeció mi día, fue un perro. Una hembra para ser especificos. Raza pequeña, cruza dudosa. Rescatada de una señora del demonio que la maltrataba siendo un cachorrito. Llego a mi cuando yo tenía aproximadamente unos 5 años. Y a la diferencia de como muchos creen. No me comporte como un niño descuidado con seres vivos ajenos a él. Al contrario, mi mamá, quien de por si no quería un animal, también era muy estricta al respecto de su cuidado. Asi que estaba bajo supervición. La persona que la rescato, fue la en ese entonces novia de mi joven tío. Quién era una rescatista continua. Escucho que yo afrontaba la terrible problematica de ser la única niña en mi familia, y pensó: ¿Por qué no? A los niños les gustan los perritos.
Y bueno, no se equivoco. Me enamoré de ese ser tan pronto toque su suave pelaje blanco. Para en ese entonces, ella ya tenía alrededor de unos dos años de vida. Ni tan joven, ni tan vieja. Una buena edad perruna, supongo yo. Al inicio no se me quería acercar por su presente miedo a los humanos. Pero sobornandola con una salchicha, voz chillona, y una combinación de "Quishi, Quishi, pss, pss, ven perrito", accedió a acercarse.
La acaricie, me lamió la cara, empezamos a jugar un par de horas, hasta saber que nos llevaríamos realmente bien. Eso definitivamente fue un efecto mariposa, porque mi vida cambio radicalmente desde entonces. Llegando al punto de generar nuestro primer momento mascota y humano, Y eso fue porque, curiosamente, ambas vomitamos en el camino de regreso a casa en el auto. ¿Qué puedo decir? Un perro y una niña viajando por la carretera llena de curvas y baches, creo que ya se sabía que iba a pasar. Pero me gusta llamarlo destino, por la coincidencia de que solo nosotras dos, al mismo tiempo, lo hicimos.
Todo un comienzo a una larga vida juntas.