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Hundida en la base de imponentes montañas. Ahí se encontraba la fortaleza.
A vista de pájaro, incluso desde las altas cumbres montañosas uno podría adivinar la belleza, dura pero elegante, fría aunque cautivadora, de aquel emplazamiento. Frente a él, una extensa llanura yerma, en cuyo horizonte el humo de la oscuridad fabricaba un cielo negro como la noche. Pese a ello, la puesta de sol parecía arrojar esperanza a los lugareños. Cansados, al borde del agotamiento, una marcha integrada por mujeres, hombres y niños llegaba a la fortaleza a esa tardía hora del día.
Cuando hubieron llegado a los portones de entrada, de modo raudo se apresuraron abrirlos. El chirriar de éstos resonó en la llanura, no obteniendo más respuesta que la de un viento solitario, que con constancia peinaba los hierbajos de la zona. Era tiempo de curar a los heridos, de instalarse y secar las lágrimas de aquellos que, nada más llegar, no tenían otra opción que la de dar rienda suelta a todo su pesar. Pues aquellas gentes lo habían perdido todo. Sus hogares, buena parte de sus familias, sus cosechas y pertenencias. El ataque de las fuerzas oscuras no había tenido parangón. Barrieron todos los poblados del reino, saciando su hambre con la carne lugareña y su sed con la sangre derramada por quienes lucharon en vano. Allá por donde pasaron las bestias, llamaradas de fuego consumieron cuanto encontraron.
El comedor principal de la fortaleza sirvió de punto de encuentro. Donde el rey dirimiría el plan a seguir en esa situación de absoluta emergencia. Eso acontecería tras una cena humilde en la que nadie se prestó a animar un ápice el ambiente. Taciturnos y meditabundos, todos comieron en silencio la sopa aderezada con el poco pan que pudieron rescatar de los diferentes rincones del reino. Los sorbidos, las cucharadas chocando contra el barro de los cuencos… Todo ello sumía a Teon, el rey, en un hastío que le condujo a llevarse los dedos a la sien y masajearla, en busca de una solución a lo inevitable. Los informadores habían hablado claro. Se trataba del mayor ejército que la oscuridad jamás había reunido contra ellos. Se acercaba la hora de su marcha hacia la fortaleza. Aunque tardasen semanas en llegar, que no sería el caso, ¿Quién podría evitar la muerte de lo que quedaba del reino?
Veo llamaradas a mi alrededor. En su centro, un agujero. Su oscuridad contrasta enormemente con el fulgor del fuego. Parece que habla. Parece que me habla. No logro entender el significado de sus palabras. Me acerco lentamente, pues de entre las llamas emergen rostros desfigurados que me causan verdadero pavor. Aunque tras algunos pasos, comienzo a entender que no se me hará daño allí. Es casi como que soy bienvenido. .
Instantes después me encuentro en la boca del agujero, observando fijamente lo que se oculta en él. No hay nada… Tangible. Sin embargo, resulta indiscutible que la energía que mora en su interior es tan intensa como negativa. Me pide que decida… Que tome una decisión.
Cuando soy empujado hacia el averno, una sensación de vértigo se apodera de mí. Caigo, caigo sin freno hasta que despierto.
El mismo sueño recurrente, mascullo mientras trato de enfocar mi visión entrecerrando los ojos. Mis manos agarran un poco de hierba cuando imprimo fuerza a mis brazos para incorporarme. De repente, caigo en la cuenta. ¿Dónde me encuentro?
A mi alrededor una inmensa llanura castigada por un viento árido se despide de la jornada mientras en el crepúsculo aún se adivinan restos de lo que debió haber sido un anaranjado atardecer. Naranja como los fuegos que iluminan el horizonte a lo lejos, danzando en un baile con furiosos rojos y negros humos, que se alzan al cielo conformando una nube tóxica. Por algún motivo, esa visión me trae de nuevo el recuerdo de mi pesadilla.
Editado: 11.11.2018