Al charlar entre risas con mis amigas en mi pequeña cabaña del campo , lejos de todo lo que rodeaba a la ciudad, no pude evitar sentir... que lo tenía todo.
Todo se lo debía a mi padre, que me había permitido usar nuestra casa en las afueras para organizar mi pequeña tertulia de té. Bastó con un berrinche calculado, un par de lágrimas fingidas aquí y allá... y listo. No solo accedió a que viniéramos a divertirnos, sino que además lo hiciéramos sin compañía. La única adulta presente era mi madrina, Clara, quien dormía plácidamente su siesta adentro de la casa mientras nos dejaba a nosotras el patio para nuestras charlas privadas. Los unicos moemntos de paz que pudimos poseer fueron cuando ella estaba lejos en sus caminatas privadas o cuando dormia su siesta.
Era una lastima que ninguna de las dos durara mas de una hora.
—¿Estás nerviosa por partir, Celia? — cuestionó mi mejor amiga Elizabeth mirándome con aquellos ojos grandes.
Suspiré, como si realmente lo estuviera, y bajé la mirada, creando un momento de suspenso. Pero mi pequeño show duró poco: no pude evitar sonreír de la emoción mientras tomaba la mano de Elizabeth con fuerza.
—Me agradaría decir que no — dije, llevando la taza de té a mis labios—, pero la verdad es que no puedo evitar ilusionarme al pensar en el mar azul, y en mí, con la vista fija en el horizonte, partiendo hacia tierras nuevas.
Las chicas se emocionaron al escucharme hablar así. Ninguna de ellas había viajado más allá de Silvermont, y mucho menos había considerado quedarse en el extranjero durante cuatro meses. Yo sería la primera en lograr semejante proeza.
—¿No temes ir sola? —preguntó Maria, su voz cargada de curiosidad—. Todas las que conozco que han asistido a tal programa iban acompañadas de amigas. No sé de nadie que se aventurara a ir sola como vos.
—Sí, Luna, tiene razón —reforzó la idea Luna, la hermana de Maria—. ¿Cómo persuadiste a tu padre para consentirte de tal forma?
Rodé los ojos al escuchar aquello. Iba sola porque ninguna de mis amigas había querido acompañarme, y no podía dejar que una oportunidad que quizá se presentara solo una vez en la vida me detuviera.
—Hay pocas cosas en esta vida que mi padre no me permitiría hacer, si con astucia se las pido —afirmé con seguridad, sabiendo que decía una verdad absoluta.
Mi padre sabia obvtener todo lo que quira siempre, y nunca aceptaba un no por respusta. Para su mala suerte, yo era su hija y sabia su unica debilidad en el mundo, era yo.
—Aun así, Celia, debo concordaar con las demás... ¿no temes la soledad?—insistió Elizabeth, mirándome con preocupación. Ante mi creciente enojo, ese pequeño gesto me hizo darme cuenta de que realmente se preocupaban por mi bienestar y mi futuro.
—No tengo miedo, chicas —dije, dejando mi taza de té sobre la mantita bordada en la que estábamos sentadas las cuatro.
—¿Ni un ápice de temor?
—No, María, ni un ápice. Y saben por qué —pregunté, recorriéndolas con la mirada y alargando el suspenso hasta que no pude contenerme más—. ¡Porque a la que han de temer es a mí!
Y, acto seguido, me lancé sobre ellas, empezando a pellizcarlas sin piedad. Cuanto más se retorcían bajo de mí, más fuertes eran mis carcajadas que encantaban la tarde. Adoraba oírlas reír. No había nada en el mundo que amara más que a mis amigas... y pasar tiempo con ellas.
Las risas se apagaron de golpe cuando un alarido se alzó en el patio. El viento lo arrastró hasta mis oídos y, en ese instante, levanté la vista hacia la derecha, viendo cómo se acercaba hecha una furia. Con su mirada de cazador, justo puesta en mí.
Los gritos de mis amigas habían despertado a mi madrina Clara, que apareció con el ceño fruncido y nada contenta con la situación. Papa ya me había advertido de esto, decía que si había algo que a Clara no le gustaba, además de que la despertaran era que las mujeres no se comportan como las señoritas que debían ser.
—Celia, ¿qué creéis que hacéis? —preguntó, mirándome con desaprobación.
Como siempre, lograban encontrarme en el peor momento justo haciendo una travesura. Parecía que el destino nunca soportaba verme disfrutar demasiado. Con resignación levanté los brazos y me puse de pie lentamente. Al mirar a mis amigas, noté que ellas también estaban incómodas. Todas ellas observaban a Clara, que permanecía inmóvil, con ambos brazos en la cintura como si ella fuera la estatua de autoridad suprema.
—Solo estábamos jugando... —murmuré en voz baja—. No hacíamos nada malo.
Su mirada pasó de mí a mis amigas, lo que nos descolocó a todas. Su mirada no me gustaba, nunca lo había hecho. Nunca podía adivinar lo qué pensaba detrás de esos ojos fríos y calculadores. Con Clara, uno jamás sabía si estaba reflexionando... o si no pensaba nada en absoluto.
—Están todas desordenadas, ¿y por qué ninguna se halla sentada en sus sillas? ¿Dónde se encuentra la mesita de té? —inquirió con severidad.
Rodé los ojos con fastidio, pero me arrepentí al instante. Sentí la fría y dura palma de mi madrina chocar contra mi mejilla derecha. Ella se inclinó lentamente hacia mí, hasta quedar a apenas unos centímetros de distancia. Mi pecho se alzaba y arriba abajo al sentir la tan cerca de mí..
—Las señoritas no ruedan los ojos, Celia. Deberíais saberlo ya. Al igual que esa forma vulgar de dirigirse.
Bajé la vista hasta mis pies, cubiertos de tierra, y desde allí la levanté con pesar hasta la punta de mi vestido. Lograba entender porque estaba tan molesta alguien como ella que siempre vea el detalle más mínimo y lo convertí en las fallas más grande del mundo. Mi delicado y muy caro vestido se encontraba arrugado y manchado de polvo.
—Lo sé... os pido disculpas, madrina Clara —susurré, incapaz de sostenerle la mirada y hablando de forma mas formal.
—Quiero que todas entréis en la casa, os quitéis la ropa, la lavéis a mano y luego os bañéis. Tras reflexionar sobre los escasos modales que poseéis, os iréis a la cama sin cenar. Así comprobaremos si aprendéis a comportaros, o al menos mañana no estaréis tan desarregladas.