El silencio era sofocante. Como el sol, que brillaba con tanta fuerza que parecía hundirse hasta en la tierra misma, tal vez para abrazarla, como le gustaría abrazarla a él. Una vez más. Una última. Pero no era posible. Ya no. Los saltitos de un gorrión le hizo desviar la vista de la lápida. El avecilla lo miró y siguió picoteando el césped, saltando alegremente.
Sólo un pájaro podía estar alegre esa mañana, tan vacía, tan ácida, tan insoportable.
—¡Papá! —La voz de su hija menor lo paralizó. No esperaba que fuera. Giró lentamente, sin sacar las manos de los bolsillos del sobretodo y se quedó así, deshilachado, mirándola sin parpadear. Ni siquiera tenía reproches en la voz. Ya no tenía nada.
La joven se adelantó y lo abrazó, desconsolada. A él no le quedaban más consuelos para nadie. Y no se movió. No la abrazó, no la tocó. Se quedó inmóvil.
Cuando Brigitte se apartó, sintió mojadas sus propias mejillas, había llorado y no se había dado cuenta.
—Papá... —La chica se secó las lágrimas, él miró más allá, por encima de sus hombros. Recién entonces cayó en cuenta de que el resto de los chicos también estaban allí. Pero ellos habían estado siempre. Brigitte no. Brigitte había llegado recién. Buscó sus ojos con los suyos. Los encontró y clavó en ellos su furia contenida.
—¡Papá! —suplicó la joven, entre lágrimas. Le resultaba difícil soportar la gélida mirada de su padre—. ¡Perdón!
Enrique prefirió apartarse de esos ojos que, semejantes a dos trocitos de cielo, lo lastimaban. Lo habían lastimado demasiadas veces. Y peor, la habían lastimado a ella. A Sofía. Eso era imperdonable. Brigitte no era digna siquiera, de que le dirigiera la palabra, ni de que la mirara.
Se ajustó las solapas del abrigo, miró a sus hijos —los otros sí, eran sus hijos— y echó a andar por las veredas amarillentas, con paso lento. Escuchó frases sueltas, que los chicos se decían entre ellos. «Ya se le va a pasar, está lastimado». «¡Qué querés vos también!» «¡Con todo lo que está sufriendo..!»
Después no escuchó más. En su alma solo había lugar para Sofía. No quería escuchar más porque no quería olvidar su voz. Su voz. Se detuvo en seco y miró hacia atrás.
—Sandro, ¿dónde está el teléfono de tu madre?
—Acá, tomá. —El joven sacó el aparato del bolsillo de su campera y se lo entregó. Enrique agradeció con una sonrisa débil. Se dio cuenta de que, además de sus hijos, estaban las novias, novio y algunos amigos.
—Gracias por venir —dijo, mirando a todos con ojos cansados. Brigitte caminaba junto a Gina. Por un segundo tuvo ganas de agarrar de un brazo a la mayor y echar a patadas a la otra; gritarle que se fuera, como lo había hecho antes. Que los dejara en paz, que no la necesitaban. Pero ni eso se merecía. Además, él no tenía fuerzas. Lo único que le salió fue un gruñido rasposo.
—Dejala. Apartate de ella.
—No —respondió Gina, terminante.Y siguió abrazando a su hermana.
Enrique chasqueó la lengua, con rabia.
Bueno. ¡Aguantala vos, entonces!
Marcello llegó hasta él y lo tomó del brazo, sorprendiéndolo. Agradeció que lo hiciera. Apretó el celular de su mujer contra el pecho y siguió andando, junto a su hijo.
Una vez fuera del cementerio, subió al auto de Marcello, cerró la puerta y esperó a que los demás se ordenaran en los demás vehículos. Gina se le acercó.
—Papá —susurró, inclinada en la ventanilla—, Brigitte no quiere ir con nosotros porque dice que te vas a enojar...
—¡No la quiero en mi casa!
—Pero es nuestra casa también —protestó la chica.
—¡Y van a poder disponer de ella cuando yo también esté muerto! Mientras, mando yo. ¡Y no quiero a esa descastada en mi casa! —Se mordió el labio inferior. Gina abrió los ojos enormes. Nunca hubiera esperado que su padre hablara así de una hija. Enrique adivinó su pensamiento. —¿Qué? —la desafió— ¿Acaso ella no le dijo cosas peores a tu madre? ¡¿Que también era la suya!?
Sandro se acercó, apartó a su hermana, que se había transformado en un mar de lágrimas, y miró a su padre, con una mezcla de tristeza y reproche. Enrique hizo caso omiso de ambos, pero observó, por el rabillo del ojo, cómo Brigitte se despedía de ellos. Luego cada uno subió al auto que le correspondía y partieron.
No pudo evitar el espejo retrovisor. La imagen de Brigitte, caminando lentamente, en sentido contrario, abrazada a un muchacho que no conocía, le encogió el pecho. «Un novio nuevo, seguro». ¡A él qué le importaba! ¡Hacía más de un año que se había ido de la casa, dejando un agujero en el corazón de su pobre Sofía, que se había sentido culpable de todo! Y así murió. Con culpa. ¡Por eso no podía perdonar a esa chiquilina estúpida que no pudo ver más allá de sus narices! ¡No sabía ni lavarse las bombachas y se creía con autoridad moral para cuestionar a su madre! ¡A su madre! No. ¡Jamás la perdonaría!
~~~~~~~~~~
Una vez en su cuarto lo sintió hueco, vacío. Enorme. Se sentó en la cama y recorrió el espacio con sus ojos nublados; así los llamaba Sofía, por su color grisáceo. Ojos de tormenta. El silencio era abrumador. Entreabrió la puerta para escuchar algo, aunque fuera el murmullo de las voces en la planta baja. Los chicos hablaban despacio para no molestarlo. Los amigos ya se habían ido. Las novias de Marcello y Sandro también. Sólo quedaba el novio de Gina que, seguramente, pasaría la noche allí. Enrique ocultó su rostro entre las manos y se retorció en un llanto desgarrado y angustioso. ¡Faltaba menos de un año para el casamiento de Gina! ¡Qué feliz estaba Sofi con esa boda! ¡Cuántas ilusiones había puesto en ella! ¡Qué injusto era todo! ¿Por qué no vivió un poco más, sólo un poco más, para ver a su hija casarse como ella no había podido hacerlo?