Eran las siete y media de la mañana. El despertador sonó y fue apagado por su dueño, Josua Cheney.
Se levantó como en cualquier otro día y preparó su desayuno cotidiano: café, tostadas y panqueques. Parecía un día tan común como cualquier otro, pero Cheney sabía que este día no sería ordinario. Otra vez tuvo ese sueño. Cuando sus sueños se repetían dos veces significaba que algo iba a pasar. Al salir de su departamento se dirigió hacía la revistería de la esquina y compró el periódico como lo hacía todos los días hace 20 años. Mientras arrojaba vapor de su boca, miró la tapa del diario buscando algo, pero recordó que esos hechos aun no estaban escritos.
Muchas veces sintió una especie de deja vú, pero ya se había acostumbrado a eso. Entonces se limitó a recordar sus entrecortados sueños. Estos eran fríos y le daban una increíble sensación de ahogamiento. El color verdoso del agua y la luz entrando por las ventanillas les dijeron claramente que se estaba ahogando. Siguiente sueño: el periódico y sus títulos: mueren 35 personas ahogadas en el río (en realidad, como muchos sabrán, en el mundo onírico no se puede leer, pero se reciben voces que nos dice lo que estaba pasando y nos dan una idea del entorno de nuestro sueño).
Como fragmentos sin orden de una película, Cheney recordó haber visto un autobús escolar de viejo modelo quedar suspendido en el aire junto con otros vehículos. Era un puente cuya sección se venía abajo tan rápidamente que le había ganado fracciones de segundos a los vehículos que los estaba sosteniendo. La porción de hormigón y acero cayó con tal ferocidad que no se hundió al instante, mientras tanto los vehículos y el autobús descendían como piedras sobre él. El autobús en cuestión cayó con la parte delantera hacía abajo y se estrelló despedazándose. Su frente se desfiguró y el resto del vehículo rebotó retorciéndoce y arrojando restos de vidrio y metal por todas partes. Los demás vehículos lo siguieron, algunos reventando contra el agua y el hormigón que se sumergía y otros, que cayeron luego, estrellándose y hundiéndose en el helado río.
Tan nítido y espantoso como en el cine, Cheney se sobresaltó al recordar toda esa trágica escena.
Temiendo que fuese demasiado tarde, Cheney corrió hacía un oscuro callejón. Allí y detrás de un enorme contenedor de basura, abrió su camisa dejando relucir su llamativo y estético traje color naranja.
Indudablemente este no sería un día común para el Cheney común que muy pocos conocían, esa persona que no era más que un alma entre miles, viviendo en su departamento solitario y solo con charlas de colegas de trabajo. Ningún amigo que nombrar.
Pero para el SuperCheney que todos conocían y que solía ser la única foto a color en los periódicos, este sería un día atareado pero similar a muchos otros.
En cuestión de segundos, los píes de SuperCheney dejaron atrás ese sucio callejón oscuro y saltaron, casi rozando las antenas de los edificios y catedrales, e inmediatamente hizo varias piruetas entre los rascacielos que hacían de centro de la ciudad.
Después de disfrutar del vuelo libre unos segundos, SuperCheney, volvió a la realidad al ver al oscuro río brillar como una daga que cruzaba la ciudad. Allí recordó entonces lo que iba a suceder, pero no tenía datos del lugar preciso. Descendió y comenzó a sobrevolar a escasos centímetros de la verdosa agua. Con la agilidad de un colibrí, esquivaba las manchadas y enmohecidas columnas de las decenas de puentes para ver cual era el que correspondía a su sueño. Pero no lo encontraba.
Desesperado, SuperCheney se hizo una pregunta lógica, porque cayó dicho puente. ¿Accidente? ¿Atentado?
Cuando era un atentado o alguna acción provocada por el hombre, SuperCheney lo intuía enseguida y detenía a los malhechores, pero un accidente o algo completamente imprevisto era difícil de captar en su totalidad. Lo más lógico era creer que ocurriría un accidente, ¿pero que tipo de accidente destruiría un puente con tal magnitud?
Controlando sus nervios, SuperCheney siguió sobrevolando el río hasta llegar al último puente de la ciudad. Al cruzarlo descubrió al protagonista del accidente. Un ancho y sobrecargado carguero que se dirigía a gran velocidad hacía la columna central del último puente. Pero cuando bajó e intentó detenerlo ya era tarde. La ancha barcaza impactó contra la columna y rebotó su casco contra el concreto.
Cuando SuperCheney levantó la mirada después de seguir el curso del barco, escuchó los gritos de los niños desde aquel autobús amarillento que caía junto con unos autos hacía el helado río. Era como si alguien hubiese sacudido una alfombra.
La sección desprendida del puente estalló la superficie del agua pero no se hundió al instante. Cuando estaba a punto de sufrir el mismo destino, el autobús se detuvo a escasos metros del agua con un sacudón que desestabilizó su estructura. Era SuperCheney al rescate, tomando al autobús por el eje de transmisión para evitar que se despedace. Suave pero veloz, elevó el vehículo hasta la parte aun intacta del puente, lo depositó y volvió a descender con la mirada atenta de todos los niños sorprendidos y agradecidos por salvarles la vida.
El penúltimo auto se incrustó en el agua doblando la tapa del motor y despedazando su frente. Su ocupante, un hombre orondo y de anteojos gruesos vio como ese extraño superhéroe ascendía sacando un coche familiar y una camioneta con sus brazos y sosteniéndolos con sus antebrazos.