Una densa nube de humo blanco y el aroma a tabaco concentrado inundaban el pequeño consultorio de la doctora Noemí Cifuentes. Había fracasado en numerosos intentos de terminar con su vicio y finalmente lo había aceptado como una parte de ella.
En tan solo dos años podría jubilarse y se dedicaría a publicar alguno de los tantos ensayos y novelas sobre psicoanálisis que había escrito a lo largo de su vida. Hasta entonces, sus días transcurrían de lunes a viernes escuchando los problemas de sus frustrados o deprimidos pacientes.
Alguna vez había disfrutado de sus fines de semana junto a sus dos hijas y su esposo. Tras la muerte de su marido y con sus hijas en el extranjero, su principal entretenimiento era desgrabar las historias de vida que le confiaban. Utilizaba aquello que escuchaba para escribir. Mezclaba los relatos entre ellos, los modificaba y los decoraba un poco para que resultasen más interesantes. No había nada de malo en eso, después de todo, hasta el mismo Freud había publicado la vida privada de sus pacientes cambiando sus nombres para proteger de esa manera su identidad.
Había estado escuchando antiguas grabaciones durante casi todo el sábado y rescatando pequeñas frases y fragmentos de sueños o vivencias que apuntaba en el Word de la netbook que su hija mayor le había regalado para Navidad. Desde entonces, no imaginaba sus días sin tener acceso a toda la información que necesitaba a tan solo un click de distancia.
Las palabras de un paciente al que no atendía desde hacía más de un año estaban siendo reproducidas en ese momento. Se trataba de la voz de Augusto Mesara, una de esas personas a las que ella denominaba un soñador. Le pagó durante meses una costosa consulta semanal, tan solo para que ella lo ayudara a interpretar sus sueños. Siempre era lo mismo, se veía a sí mismo ejerciendo violencia de las maneras más atroces contra algún niño indefenso. Cuando estaba despierto, Augusto era una persona tranquila con un trastorno obsesivo compulsivo por el orden. Estaba casado con una mujer seis años mayor que él. Sus sueños habían terminado por revelar que tenía un deseo homosexual reprimido que manifestaba con una pulsión sádica mientras dormía.
A lo largo de sus cuarenta años como psicóloga, había escuchado todo tipo de confesiones atroces, pero no había percibido en Augusto ningún peligro potencial para nadie. Sus sueños eran violentos, sin embargo el muro de represión que él mismo había forjado en su mente habría sido muy difícil de derribar. Al menos, eso había creído Noemí durante el tiempo en que lo había atendido.
Un escalofrío se extendió desde su nuca por todo su cuerpo. El relato del sueño del paciente coincidía en su totalidad con una escabrosa noticia que los medios de comunicación se habían encargado de hacer viral. La estaban reproduciendo una y otra vez en todos los canales desde que el crimen había ocurrido hacía un par de semanas. La morbosidad era rentable para los programas de noticias que no se guardaban ningún detalle con respecto al caso del niño de diez años asfixiado hasta la muerte con un oso de felpa. El pequeño había sido encontrado vestido como una muñeca de porcelana y llevaba el juguete con el que habían causado su muerte entre los brazos. La descripción del vestido e incluso del muñeco coincidían con los del sueño de Mesara.
Noemí se quedó sentada frente a la pantalla del ordenador escuchando horrorizada, una y otra vez, el preludio del homicidio. Se debatía internamente y no estaba segura si debía llamar o no a la policía. Augusto no parecía una persona violenta, sin embargo el crimen había sucedido tal cual lo había relatado un año antes de que ocurriese. ¿Podía haberse equivocado tanto con el diagnóstico? Quizás él había comentado su sueño con alguien más. La terapeuta se preguntó cómo podía haber olvidado lo relatado por su antiguo paciente.
Noemí sabía que lo correcto sería mostrar las grabaciones en la comisaría, sin embargo consideraba que Augusto no podía ser el autor material del homicidio. Ella nunca se equivocaba, no después de tantos años de experiencia.
Buscó en su bolso y tomó su celular. Aún conservaba entre su lista de contactos el número de Augusto. Meditó por un instante y finalmente optó por llamarlo para concretar una cita en algún lugar público, con el objeto de sugerirle que hablase con la policía. Ella no creía que él pudiese haber cometido el crimen, pero quizás había sido alguien de su entorno. Él escuchó su teoría e interrumpió la llamada. Intentó comunicarse nuevamente, pero se dio cuenta que él había bloqueado su número.
Encendió un cigarrillo para poder aclarar sus ideas. Sabía que tenía que comunicarse con la policía. La negativa de Augusto de hablar de la situación no hacía más que inculparlo.
Las horas pasaban más rápidamente de lo que hubiese deseado. Al primer cigarrillo le siguieron otros y varias tazas de café. Se había hecho de noche y no había encontrado el valor para ir a la comisaría a denunciar que quizás uno de sus antiguos pacientes era un criminal. Se preguntó qué pensarían sus colegas al haber omitido la peligrosidad de Augusto Mesara.
El sonido del portero eléctrico la arrancó súbitamente de sus pensamientos. Eran dos oficiales que querían subir para hablar con ella sobre Mesara. Una sensación de alivio recorrió todo su cuerpo. Quizás Augusto había optado por entregarse.
Dejó pasar a los policías y se ofreció a mostrarles las grabaciones. Ellos cortésmente le dijeron que tenían una orden de registro para ver si encontraban algo relevante. Ante cualquier duda, consultarían con ella.
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Editado: 20.06.2020