Música. Baile. Champán. Todos estaban disfrutando de la fiesta de gala en el palacio de ensueño. Las damas agitaban las faldas de sus vestidos con elegancia, mientras eran conducidas por los caballeros que las cortejaban.
En una larga mesa, los invitados se disponían a degustar los bocadillos, mientras que la princesa observaba desde su asiento. Sus largos cabellos rosados estaban cuidadosamente recogidos en una tiara de plata, mientras su vestido decorado con perlas relucía ante la vista.
Pronto, la princesa se pondría de pie y haría sonar su copa, para agradecerles a todos por asistir a sus quince años.
Pero apenas lo intentó, la ilusión se rompió.
Los decorados de la pared cambiaron por una masa de cemento y rocas grises y duras, sin vida. Los invitados se transformaron en meros roedores, que devoraban las migajas de comida esparcidas por el suelo. Y el vestido de la princesa se convirtió en un mero saco de papas, del cual habían creado aperturas para la cabeza y los brazos. Su tiara era, en realidad, un enorme grillete que mantenía fija su cabeza por la cabecera del asiento de hierro. Sus muñecas estaban bien ajustadas por unos grilletes de los apoyabrazos, al igual que las piernas encadenadas por las patas delanteras, manteniéndolas inmovilizadas. Lo único que podía mover eran sus párpados, el torso al respirar y los dedos de las manos y pies.
Ni siquiera podía hablar o mover la mandíbula, dado que por su boca llevaba una enorme mordaza de hierro que solo se la sacaban para comer. De ese modo, no podría lanzar maldiciones contra los guardias ni hechizarlos con su pérfida lengua.
Esto se debía a que la princesa era, en realidad, una bruja.
Desde pequeña sabía que era especial; podía mover objetos con la mente e hipnotizar a las personas con la voz. Sus padres, los reyes del reino de las calabazas, le tenían un profundo temor. Y esos miedos se acrecentaron cuando la pequeña princesita hechizó a un escolta para que los asesinaran.
Fue así que el rey decidió encerrarla en una celda aislada, lejos de todo contacto humano, salvo un par de guardias, quienes le daban de comer una vez al día. Pero en lugar de debilitarla con eso, solo causaba que su poder se incrementara más, dado que los controlaba para intentar escapar.
Si estos se resistían a sus hechizos de hipnosis, ella usaba las manos para hacerlos levitar o, incluso, extraía sus espadas sin tocarlos para atravesarlos con sus filos.
Llegó un punto en que ningún guardia podía contenerla, por lo que decidieron lanzarle desde la distancia un dardo adormecedor. Ella no lo vio venir, debido a que estaba entretenida torturando a los guardias. Pero cuando consiguieron someterla, la colocaron inmediatamente en la “silla de los castigos”, un artefacto que mantenía inmóvil al reo cuando demostraba un mal comportamiento.
Es así que la princesa se vio imposibilitada para moverse y, lo más tedioso para ella, fue que ni siquiera la liberaban para hacer sus necesidades. La silla poseía una apertura, donde caían sus desechos directos en una cubeta colocada debajo. Cada cierto tiempo, un criado venía a recogérselo y tirarlo por la ventana. Como tampoco nadie la limpiaba, el hedor que desprendía de su cuerpo era intenso, por lo que todos terminaban tapándose la nariz al ingresar a la celda.
Cuando llegaba la hora de comer, aparecían al menos tres guardias y un criado que cumplían distintos roles: uno le colocaba una daga en su cuello, otro le apuntaba con una ballesta en su punto ciego, y el tercero era quien le extraía la mordaza con cuidado para que el criado procediera a darle la comida con una cuchara.
Una vez que se vaciara el plato, volvían a colocarle la mordaza y todos se retiraban. A nadie le apetecía estar con ella ni un segundo, debido a que le tenían demasiado miedo aun si se encontrara en dicha situación.
Lo que no sabían era que la joven, en secreto, halló otro modo de usar su magia sin que nadie se diera cuenta.
Lo había probado con las ratas, haciendo que estas danzaran o se pelearan entre sí, según su humor. Aunque no pudiera moverse, sus dedos estaban lo suficientemente libres como para controlar la levitación. Y la mordaza tampoco le detenía el sonido de sus cuerdas vocales, por lo que aprendió a hacer sonidos guturales y gemidos siguiendo un patrón, haciendo así efectiva la hipnosis.
La única forma que tenía de contar el tiempo era con la comida, debido a que el rey decretó que se la alimentara una vez por día. Ya eran como diecinueve platos que había contado, todos con comida patosa y sin sabor, algo impropio de su estatus.
Fue así que, luego del veinteavo plato que contó y en la noche que cumplió quince años, sucedió una situación que cambiaría las cosas.
El criado asignado para recoger sus desechos llegó. Ella supo de inmediato que era nuevo, ya que lucía bastante desorientado con respecto a su rol. Este, por su parte, la miró y, pese a su aspecto, la encontró atractiva. Por otro lado, el verla completamente inmovilizada e indefensa, le entraron deseos de sobrepasarse con la prisionera.
Así es que, en lugar de vaciar la cubeta y retirarse de inmediato, la dejó a un costado y se acercó a ella, mientras le susurraba:
— Dicen muchas cosas de usted, alteza, pero debe saber que no la tengo miedo.
Se colocó a escasos centímetros y le lamió la mejilla derecha con su lengua, haciendo que la princesa cerrara los ojos del asco. Al ver su reacción, el muchacho continuó:
— Siempre soñé con tener este trabajo para conocerla – comenzó a acariciarle el cuello y, poco a poco, bajó hasta sus pechos – escuché muchas cosas. ¿Sabes? Que puedes torturar a tus enemigos sin tocarlos. Pero yo sí lo haré tocándote – en eso, bajó su mano en la entrepierna – tiene suerte de ser una princesa, porque si fuera una pueblerina cualquiera, ya hace rato la habrían colgado.