¡Fracasada! ¡Fracasada! ¡Fracasada!
Aquellas palabras latían en mi cabeza como un tambor, al compás de mi corazón. Respirar se volvía cada vez más difícil; en mis ojos aparecían círculos oscuros que crecían sin cesar para luego desvanecerse. Las lágrimas calientes corrían por mis mejillas manchadas de sangre y suciedad, dejando estelas claras sobre mi piel delicada.
Al llegar a las afueras de nuestro pequeño pueblo, por fin me permití detenerme. Bebía con avidez el aire frío de octubre, impregnado de humedad y desamparo. Me giré y, con asombro, comprendí que en todos mis años viviendo en este lugar —cuyo mapa secreto conozco de memoria— jamás había estado en aquel parque.
Los senderos empedrados formaban un dibujo extraño, semejante a una telaraña. En el centro se alzaba un monumento cubierto de musgo. Muy antiguo, abandonado hacía mucho tiempo. Entrecerré los ojos, intentando enfocar mi vista débil para ver los detalles, pero fue inútil. Debía acercarme.
«Vamos, acércate. ¿O tienes miedo? ¡Siempre temes a todo!»—susurraba una voz siniestra en mi cabeza. Sonaba tan real, tan cercana, que me giré con la esperanza de ver al bromista que me seguía.
Pero detrás no había nadie, como en todo el parque. Contuve el aliento, miré a mi alrededor una vez más y, convencida de que estaba sola, avancé hacia el monumento.
—No tengo miedo. Mucho menos de una estatua.
Intenté pronunciarlo con seguridad para calmarme, pero mi voz tembló.
Basta ya, cobarde.
A las suelas de mis botas se pegaban hojas de arce húmedas y caídas. Nadie debía limpiar aquel lugar desde hacía siglos. Los faroles, con su cristal opaco por el paso cruel del tiempo y sus bases cubiertas de verdín, apenas emitían un resplandor mortecino.
Los bancos, inclinados por la vejez implacable, parecían frágiles y tristes. Bastaría sentarse en uno para hundirse en el barro, y yo ya tenía suficiente de eso hasta la coronilla.
Al llegar al pie de la escultura pude verla por fin. Y pensé con rabia en Kemo, que había roto mis gafas con tanta insolencia. Ahora yacían indefensas en el fondo de mi mochila. No sé por qué las traje si no puedo repararlas. Otra reprimenda más de mis padres por algo roto.
La estatua era una inmensa gárgola encorvada sobre mí. Criatura majestuosa, sentada sobre una esfera de piedra, aferrándola con tres garras. La cuarta, extendida hacia adelante, amenazaba con un zarpazo. Tras su ancha espalda se desplegaban alas enormes, membranosas, cubiertas por completo de musgo castaño.
El mármol, antaño blanco, se había vuelto gris, manchado y abrasado por el sol implacable y los vientos. Pero había algo que el tiempo no había podido tocar: los ojos. Gigantescos, oscuros y de un rojo profundo, tallados en una piedra desconocida, parecían irradiar un fulgor leve y penetrar en mi alma, verla por dentro.
A los pies del monumento descansaba un bloque de piedra tosca, y en su frente una placa de mármol con palabras grabadas. Bajo la capa de moho era imposible leerlas. Pasé la manga por la superficie y las letras emergieron como escritas en sangre: «Timete voluntates vestras nam eae evenire solent»¹. Intenté descifrarlo, pero no reconocí la lengua.
Di varias vueltas alrededor de la estatua y un cansancio mortal se apoderó de mí. Mis piernas pesaban como si colgaran de ellas bloques de cemento. Tenía que sentarme y hacer recuento de mis pérdidas.