Bajo el estridente sonido del despertador, como si obedeciera la orden de un comandante invisible, abrí los ojos de golpe: soñolientos, pero malditamente asustados.
Era un sueño.
Solo otra de esas estúpidas pesadillas que me dejaban empapada en un sudor frío y pegajoso. Inspiré hondo, contuve el aire hasta que la garganta me ardió, y cuando por fin lo solté, el pecho se me estremeció con un acceso de tos.
—Vamos, Eurika, contrólate. Solo ha sido una pesadilla —murmuré en voz alta, intentando calmarme.
Demasiado real. Demasiado vívido. Las sensaciones, el dolor en la piel raspada... todo parecía tan tangible que mi mente dudaba de la frontera entre sueño y realidad. Quizá eran alucinaciones después de haber perdido el conocimiento junto a aquella verja, la del parque maldito...
De un tirón aparté el edredón y apoyé los pies desnudos sobre el suelo helado. Mis dedos buscaron el suave tejido de la alfombra azul oscuro, y me dejé envolver por el leve cosquilleo de sus hilos. Demasiado real para ser un simple producto de un cerebro agotado.
Un leve dolor en las rodillas y en las palmas me devolvió a la conciencia. Bajé la mirada… y lo vi. Raspones frescos, aún húmedos, de los que brotaba un hilo de suero transparente. Incrédula, pasé la yema de los dedos por una de las heridas. Era real. ¡Ay! Retiré la mano al instante, como si me hubiese quemado.
Un nudo desagradable se me formó en la garganta.
Genial. Mamá me va a matar.
Me levanté de un salto y fui al baño —necesitaba orinar y lavarme la cara—. De reojo, al pasar junto al escritorio, vi mis gafas junto a la lámpara gris. ¡Imposible! Se habían roto ayer.
Olvidando por completo mi urgencia, me acerqué. Las tomé con dedos temblorosos y las acerqué a la cara. Sí, eran las mías. Incluso el grabado en el interior de la patilla izquierda seguía allí: Propiedad de E. Stelter.
No puede ser...
Me las puse con prisa sobre la nariz respingona y, al instante, el mundo recuperó su nitidez. Las heridas seguían allí. Reales. Brillantes.
Maldición. ¡El teléfono!
Recordé de golpe el móvil destrozado, aquel que murió heroicamente durante nuestro vuelo a través del patio trasero del colegio. Corrí hacia la mesita, lo agarré y lo examiné con detenimiento. Ni una grieta, ni una marca. El logotipo de la manzana seguía reluciente en la tapa de cristal.
El regalo de mis padres por mi cumpleaños. Lo más valioso que tenía.
Mamá siempre gruñía:
—¡Ese teléfono te va a salir raíces en la mano!