Pero ¿cómo explicarle que ese trozo de metal era mi único amigo, el único que me escuchaba sin juzgar? Al menos hasta que la batería decidía morir a mitad del día.
Con una sonrisa incrédula, lo dejé sobre la mesita. Entonces recordé la razón inicial por la que iba al baño. Sí, sí, ¡ya voy!
Por un instante tuve la absurda sensación de que alguien, desde arriba, había rozado mi vida con una mano divina. O quizás...
Un escalofrío me recorrió al evocar los fragmentos de aquella noche.
Basta, Eurika. Tienes edad para saber que los cuentos no existen. Ni Dios, ni el Diablo. Solo tú, abandonada en este mundo miserable, condenada a soportar tus penas unos cincuenta años más… si es que tienes suerte.
Y las penas, al parecer, iban a empezar de inmediato: primero por la vejiga a punto de estallar, luego por la vergüenza de no llegar a tiempo, y finalmente por el simple hecho de pensar en el colegio.
Maldito colegio.
No siempre lo había odiado, pero todo cambió cuando apareció Lisa Goldstein: pelirroja, arrogante, tan ardiente y cruel como el sol que todo lo quema.
Sus amigas orbitaban a su alrededor como planetas, destruyendo los restos de mi patética existencia.
Y luego estaba su novio, Cameron.
El séquito del horror.
Lisa, descendiente de una rica familia alemana, era una especie de Hitler con falda: autoritaria, histérica, implacable.
Después de cepillar mis dientes —torcidos, aprisionados por el metal de los brackets que solo me traían molestias—, escupí la espuma en el brillante desagüe.
—¡Eurika! —la voz de mamá subió desde la planta baja—. ¡El desayuno está listo! Date prisa o perderás el autobús, y tu padre tendrá que llevarte.
Oh, no.
Tendría que fingir que le importaba su propia hija. Qué tragedia.
Puse los ojos en blanco, me sequé la cara con la toalla, me coloqué las feas gafas de montura gruesa —las que mamá decía que me quedaban “bien”— y me vestí con el uniforme escolar.
Las medias estaban intactas. Blancas, sin un solo agujero. Extraño.
Normalmente no sobrevivían ni un día: no porque fuera descuidada, sino porque mis acosadores siempre se encargaban de ello.
Tras un desayuno rápido, salí de casa. Esperé en la acera iluminada, hasta que el autobús amarillo apareció a lo lejos. Subí, soportando las miradas de todos, y busqué mi asiento habitual.
Durante diez minutos miré la pantalla del móvil sin pensar en nada, hasta que llegamos a mi parada favorita, donde subía mi único amigo: Rusty. Otro paria.
—¿Te has enterado de las noticias? —susurró con un brillo extraño en los ojos, mirando a ambos lados.
—¿Qué noticias? —pregunté, alzando la vista hacia él.
—Lisa Goldstein... —hizo una pausa dramática y se pasó el pulgar por el cuello, sacando la lengua— ¡zas!
Lisa... ¿qué?