—¿Cómo que “de eso”? —pregunto, aunque la pantomima de mi amigo era más que elocuente.
En realidad quiero más detalles. No porque me alegre —al contrario—, sino porque, en el fondo, algo en mí ya sabe lo que va a decir.
—Se ahogó en el pantano —dice él en voz baja, mirando alrededor con cautela. Como si a alguien más en el autobús le importara lo que hablaban los dos solitarios más notorios del grupo.
El autobús seguía su rutina: un montón de estudiantes, vestidos igual que nosotros con el uniforme, murmuraban entre sí, divididos en pequeños grupos. Algunos comentaban la próxima fiesta de Halloween, otros el partido de fútbol entre colegios. Solo nosotros, al parecer, hablábamos de algo realmente importante, y por eso mismo, inquietante.
—Dicen que fue con su familia a la cacería estacional de siempre, que se separó del grupo, y que unas horas después encontraron su gorra de lana y sus botas de caza a orillas del Ojo del Diablo².
Siento cómo se me enfrían los dedos, y una molestia viscosa me araña bajo el plexo solar. Recuerdo cómo, en aquel parque antiguo y extraño, grité que quería que Lisa Goldstein desapareciera, o que... se ahogara. Trago un nudo espeso que me impide respirar.
Pero esto... esto debe ser una coincidencia, ¿verdad?
Me quedo mirando por la ventana del autobús, donde el paisaje matinal se disuelve en sombras borrosas: los árboles, el cielo gris, el asfalto húmedo. Las gotas de lluvia compiten entre sí para ver cuál llega antes al borde del cristal. Quiero creer que todo es una broma —una de esas leyendas urbanas absurdas con las que Rusty suele alimentarme—. Pero mi corazón late fuera de compás. Igual que aquella vez, después de aquel... sueño.
Cuando el autobús se detiene frente al colegio, inhalo aire frío hasta los pulmones, como si eso pudiera despertarme. Las paredes de piedra se ven más sombrías que nunca. En el patio reina el bullicio habitual: voces, risas, el aroma a café de la máquina. Todo parece igual, salvo el zumbido inquieto que no me abandona la mente.
Las primeras clases transcurren en una especie de neblina. El profesor habla sobre cazadores medievales, y yo solo pienso en Lisa. En que ayer subió una historia —sonriente, con un sombrero de plumas, frente a un bosque otoñal—. Y hoy... ya no está.
En la tercera clase entra el director —impecable, rígido, con esa sonrisa helada que siempre parece más un gesto que una expresión—. Su presencia provoca murmullos nerviosos. Levanta la mano, pidiendo silencio.
—Estudiantes —dice con voz grave y tranquila—. Lamento informarles que esta mañana la policía ha confirmado la desaparición de Lisa Goldstein. Su familia, durante la cacería, encontró algunas de sus pertenencias cerca del Ojo del Diablo. Si alguien ha visto o escuchado algo extraño, por favor, infórmenlo a la administración.
El aula queda tan en silencio que se oye una tos contenida en el fondo. Siento cómo el suelo parece inclinarse bajo mis pies. El Ojo del Diablo. El mismo lugar que vi en mi sueño. El mismo donde... supliqué.
Después del anuncio, todo se siente irreal. Los estudiantes salen al pasillo como después de una película que los ha dejado en shock. Hablan en susurros; incluso las risas suenan forzadas.