El Suspiro de la Oscuridad

7.

El viernes comenzó de forma extraña. La lluvia no caía: flotaba en el aire, como una niebla espesa, y parecía que el mundo entero se asfixiaba en aquel velo gris. Mamá cantaba en la cocina cuando bajé las escaleras, un fenómeno raro, casi místico. Su voz era suave, dulce, con una melancolía apenas perceptible. Sobre la mesa había una taza de café con leche y dos tostadas, perfectamente doradas.

—¿Es para mí? —pregunté.

—¿Y para quién más? —respondió sin girarse.

Me senté y la observé más tiempo del necesario. Por un instante, creí que no era ella. Demasiado tranquila. Demasiado perfecta. Entonces lo vi: en su cuello colgaba una fina cadena, la misma que no se había vuelto a poner desde la muerte de la abuela. Una punzada de inquietud subió por dentro, pero la ahogué. Era más fácil así.

En el colegio, todos hablaban de lo mismo: Cameron había sido hospitalizado. Decían que se cayó por las escaleras. Otros susurraban que alguien lo empujó. Algunos, que simplemente se desmayó porque “tenía pesadillas”. Yo escuchaba sin decir una palabra.

Cuando una de las chicas insinuó con cautela que “era el karma por cómo trató a Eurica Stelter”, tuve que contener una risa nerviosa. Nadie debería haber dicho eso en voz alta.

Pero Lucius, que estaba cerca, levantó apenas la vista de su libro. Y entendí que lo había oído. Peor aún: que sabía más.

En el recreo me acerqué a él, incapaz de soportarlo más.

—¿Fuiste tú?

—¿Y acaso no lo merecía? —su voz sonó tranquila, como siempre.

—Lucius, yo… no quiero que nadie sufra por mi culpa.

—No es por ti. Es por el equilibrio.

Me miró, y las palabras se atascaron en mi garganta.

—¿Recuerdas cuando deseaste que te dejaran en paz? Que nadie volviera a humillarte.

Guardé silencio.

—Pues ahora te han dejado en paz. El mundo escucha más de lo que crees.

Su mirada era demasiado seria para ser solo una metáfora. Y de pronto sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Porque, en el fondo, sabía que no mentía.

Esa noche tardé en dormir. El teléfono vibraba con noticias: los periodistas ya escribían sobre Cameron. Estado estable, pero aún inconsciente. Leí el artículo varias veces, apagué la pantalla y me quedé mirando la oscuridad.

«No por ti», repetí en mi mente. Pero sonaba cada vez más falso.

En la estantería había un pequeño espejo redondo, con marco metálico. Lo tomé sin saber por qué. Mi reflejo parecía tranquilo. Incluso bonito. La piel lisa, los ojos brillantes. Y entonces me pareció que el reflejo parpadeó… antes que yo. Me aparté bruscamente, dejando caer el espejo sobre la cama. Respiraba entrecortado. Reí quedo, para mí misma.

«Nervios. Solo nervios».

El teléfono vibró de nuevo. Mensaje de Lucius:

«No temas a los espejos. Solo muestran en quién te estás convirtiendo».

No respondí. Pero mantuve la pantalla encendida largo rato, mirando su nombre.

«¿En quién me estoy convirtiendo?»

Al día siguiente, en la pared de la entrada al colegio, aparecieron nuevos carteles. Los mismos —una invitación a la fiesta de Halloween—. Una máscara negra, letras plateadas.

«Noche en el Ojo del Diablo. Solo con invitación».

Y la firma al final, la misma de siempre: “L.”

Solo que ahora había una fecha: sábado, 21:00.

Los estudiantes murmuraban emocionados. Algunos decían que habían cambiado el lugar, que ya no sería en el gimnasio del colegio sino en una mansión privada. Nadie sabía quién lo había permitido. Nadie preguntaba por qué la fiesta de Lucius había “revivido” de pronto.

Me quedé mirando el cartel, hasta que noté una línea diminuta al final, casi perdida en el fondo oscuro:

«Entrada solo para quienes ya han elegido».

Y al leerlo, oí su voz en mi cabeza:

«Ya hiciste tu elección, Eurica. Aún no lo comprendes».

En casa, mamá estaba otra vez inusualmente dulce. Me llevó una taza de cacao y me deseó buenas noches. Cuando se cerró la puerta tras ella, miré el espejo sobre el escritorio. Estaba agrietado de nuevo: una fina línea, que no había estado allí por la mañana, lo cruzaba desde la esquina hasta el centro. Lo toqué con la yema del dedo —y quedó una gota de humedad.

Un susurro, apenas audible:

«La felicidad también es una forma de oscuridad».

Me giré bruscamente. Nadie. Silencio. Solo mi corazón, golpeando lento y pesado, como un reloj que cuenta los últimos segundos.

Y supe, sin saber por qué: mañana todo cambiaría.
Porque cuando consigues lo que deseas, alguien siempre paga.
Y a veces… eres tú.



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En el texto hay: misterio, amor, magia

Editado: 01.11.2025

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